ENTREVISTA
Javier Gomá: «Lo único que me importa es la gloria literaria»
El filósofo publica ‘Un hombre de cincuenta años’, una trilogía teatral en la que vuelca sus experiencias y reflexiones en torno al paso del tiempo, la mortalidad y la constatación de que la vida dura demasiado poco
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Iniciar sesiónEn otoño de 1980, cuando solo sumaba quince primaveras, Javier Gomá tuvo una revelación, o un desajuste hormonal, y comprendió que su futuro era el de la palabra escrita. Fue una vocación precoz, que sin embargo tardó mucho tiempo en aflorar, pues no publicó ... su primer libro, ‘Imitación y experiencia’, hasta 2003, con treinta y ocho años. Aquello, cuenta ahora, fue como deshacer un nudo terrible (en la garganta, en el estómago, en la sien), y lo de después una completa liberación. De la crisis de los cuarenta ni se enteró, porque estaba escribiendo el resto de los volúmenes de su ‘Tetralogía de la ejemplaridad’, entre otros textos. Así llegó a la cincuentena, ya como filósofo consagrado y mundano y feliz, pero de repente murió su padre y constató que la vida, al cabo, es demasiado breve: ese es el sucio secreto de la existencia humana, algo que no se comprende del todo hasta que se sufre. No lo sabía entonces, pero acababa de nacer en él una obsesión dramática, filosófica y literaria que lo llevaría a alumbrar tres piezas teatrales (‘Inconsolable’, ‘Quiero cansarme contigo’ y ‘Las lágrimas de Jerjes’) que acaba de reunir en ‘ Un hombre de cincuenta años ’ (Galaxia Gutenberg).
Javier Gomá habla desde la tercera planta de la sede de la Fundación Juan March, de la que es director, una atalaya privilegiada, de madera antigua y formas suaves, en la que las paredes y los techos desprenden sosiego, y en la que las ventanas son como lienzos levemente animados. En fin, un lugar tan bello que dan ganas hasta de trabajar.
—Entonces, ¿la crisis de verdad es la de los cincuenta?
—Para Platón es una edad de sabiduría, para Cervantes es fuente de locura, para Dostoievski es una especie de proximidad con lo demoníaco… Tienen un valor significativo, los cincuenta, aunque acepto, como dijo alguien, que los cumpleaños son un homenaje al sistema decimal. Para mí lo sustantivo es el sucio secreto. Durante muchos años tú has podido sentir pena por la muerte de alguien, puedes incluso meditar sobre tu propia muerte futura, pero de pronto llegas a una edad en la que observas cómo una persona muy amada se convierte en cadáver, y que no está lejos el día en que tú mismo te conviertas en cadáver. Y eso puede producir desconsuelo, cansancio de la vida o puede producir melancolía. Yo cumplí cincuenta en mayo de 2015, y unos meses después murió mi padre.
—El desconsuelo es el tema de ‘Inconsolable’, el cansancio el de ‘Quiero cansarme contigo’, y la melancolía es el tema de ‘Las lágrimas de Jerjes’. ¿Son esos los tres grandes males de la madurez?
—No los calificaría de males. Son la natural reacción a la conciencia y a la experiencia de una realidad. Son el tributo que tenemos que pagar por una vida consciente, pero no representan en modo alguno la última palabra, que es la ingenuidad aprendida, una ingenuidad que no es una candidez, sino la capacidad de recuperar el entusiasmo después de haber conocido el sucio secreto. Esa es la última palabra.
—¿Por qué ha elegido el teatro para expresar el vértigo de la mortalidad?
—Cuando hablas de algo como es el transcurso del tiempo y del descubrimiento de un sucio secreto, la transformación de esa experiencia en conceptos, paradójicamente lo traiciona. El ensayo siempre es iluminador del tema que trata, pero cuando lo que quieres expresar es justamente la experiencia de un sucio secreto, el concepto traiciona la realidad que describe, que solamente se puede mostrar, y no definir. Si quieres hablar del carácter irreductible, insobornable, del sufrimiento de la pérdida, es mejor representarlo que conceptualizarlo.
—En ‘Inconsolable’ hay un momento en el que el hijo se rompe por completo ante la pérdida del padre. En esos momentos de desconsuelo que usted sufrió, ¿tuvo miedo a que se quebrasen también los principios rectores de su vida?
—En esos momentos tienes miedo. Nada hay humano, en general ni propio, que sientas como absoluto. Puede ocurrir que un vendaval que se lleve consigo todo, incluso tus principios. No me veo a mí con unos principios tales que puedan resistir cualquier situación, cualquier circunstancia, cualquier calamidad, cualquier desgracia. Deseo que esos principios resistan, pero no me veo inconmovible, sino más bien como una persona que pacta consigo mismo permanentemente. Cuando las cosas duran, como las costumbres largas o las convicciones, no es un capricho, es el resultado de un estudio muy largo sobre lo que tú consideras mejor, de una meditación, de una experimentación.
—¿Por qué da tanto miedo morirse?
—Hay un duelo ético, que es perder a una persona amada. Normalmente, un amor o un amigo o un familiar. Y eso te produce tristeza. Pero luego hay un dolor ontológico, que es tu propia muerte. Y es la comprensión de que eres un ser finito, de que tú mismo te vas a convertir en cadáver: es una tragedia que no tiene solución. En la época moderna hemos desarrollado una conciencia extrema sobre la dignidad infinita del individuo, y sin embargo esa dignidad sufre el atropello más grande que puede sufrir: la conversión en cosa, en cadáver. Tú te sientes portador de una dignidad infinita y sin embargo anticipas, observando el cadáver de la persona amada, que tú mismo te convertirás en cadáver. Esa indignidad te produce un escándalo ontológico.
«En la época moderna hemos desarrollado una conciencia extrema sobre la dignidad infinita del individuo, y sin embargo esa dignidad sufre el atropello más grande que puede sufrir: la conversión en cosa, en cadáver»
—Esa indignidad se ha exacerbado en la pandemia, en esos momentos en los que ni siquiera podíamos celebrar los rituales de despedida.
—Así es. Fue sobre todo en la primera oleada. Píndaro hablaba del momento oportuno: hay uno para la infancia, para la adolescencia, para la madurez, para la vejez. Y habría un momento oportuno para morirse, que es cuando se puede hablar de una buena muerte. La buena muerte tiene que ver, ojalá, con una vida cumplida, con una muerte no particularmente agónica, con estar rodeado de cariño, y también con el duelo y los rituales que la sociedad ha establecido para conmemorar el recuerdo de alguien que se ha ido. Qué duro es morirte sin la compañía de los que te quieren, y sin ningún atisbo de la memoria que dejarás. Ni siquiera esa buena muerte la han podido disfrutar los ciudadanos en la primera ola.
—En ‘Quiero cansarme contigo’, escribe: «Solo una cosa te reprocharé siempre, Lola. A tu lado la vida pasa demasiado deprisa». ¿Es el amor una vía de escape ante la pesadumbre de vivir, como decía Delibes en ‘Señora de rojo sobre fondo gris’?
—En realidad, vivir es la elección sobre dónde quieres poner tu cansancio. Al final del día te vas a cansar, vas a estar cansado. Te levantas con energías y todo tu dilema ético es dónde pones tus energías que finalmente van a producir tu cansancio. Al final de día la gran pregunta es dónde has puesto tu cansancio. Y al final de la vida, cuando tienes setenta, ochenta, noventa años, la pregunta es la misma. Lo único que aligera el cansancio es el enamoramiento, y ahí se produce una ligereza, y una rapidez en el vivir, que es contrapuesta a esa pesadumbre.
—Usted sostiene que la filosofía es literatura, no ciencia. ¿Por qué?
—La tentación contraria, desde Platón, es que no es literatura, sino ciencia. Y por tanto imita a la ciencia: su exactitud, su sistema, su construcción y, sobre todo, su verificabilidad. Mi tesis es que la filosofía tiene la misma capacidad de verificación empírica que la poesía: es decir, ninguna. Cuando la filosofía imita a la ciencia se convierte en sistema, en dogma, en presentación totalitaria, casi como imitando los principios matemáticos de Newton. Es la obsesión que tenía Kant, y luego Hegel. La filosofía como literatura es tres veces mundana: escribe sobre el mundo, para todo el mundo y con mundo, es decir, con gracia, con estilo. Si asumes radicalmente el carácter literario y mundano de la filosofía, entonces la filosofía tiene que ver con el cuidado de sí mismo, con una interpretación del mundo que te ayude a una vida noble y digna.
—Se habla mucho de lo oscuro que es el lenguaje jurídico, y muy poco de lo abstruso que es el lenguaje filosófico o el académico. ¿Hay que reivindicar el estilo?
—Es una de mis batallas desde el principio. Tiene que ver con esta acepción de la filosofía como ciencia. La ciencia, por su carácter técnico y especializado, está restringida a los iniciados en la disciplina, a los que les gusta tener un cierto carácter sectario. Ellos conocen las reglas de su especialidad, y una de las maneras que ayudan a identificar a quien conoce la materia de su especialidad, es que está habituado a la jerga de la secta. La jerga no tiene un afán literario, sino de definir a los miembros de la cofradía, es críptica por naturaleza, oscura, y no está regida por la belleza de la literatura. Si piensas que la filosofía no es ciencia, sino literatura, emularás a los dramaturgos, a los novelistas o a los poetas, que se dirigen a la mayoría de la sociedad. No olvidemos que no hace mucho se le daba el Nobel de Literatura a filósofos como Bergson. Él escribía muy bien, y se le calificaba de filósofo mundano. A Ortega, cuando alcanzó la popularidad en España, que tenía un gran estilo, lo comparaban con Bergson, y le reprochaban que era un literato, no un filósofo. También le dieron el Nobel a Sartre, y a Bertrand Russell. Hoy sería imposible que alguien de los llamados filósofos obtuviera el Nobel de Literatura.
—Esa jerga es la que hace fortuna en la universidad, también, incluso en los estudios literarios.
—Hoy día la universidad está escindida entre dos almas. Una es la de hacer profesionales, y te encuentras muchas universidades que lo único que piensan es en el mercado de trabajo, donde te dan las habilidades necesarias para que seas un terapeuta, un veterinario o que seas un buen ingeniero. La otra función es la de la investigación, pero una investigación que ya no busca la verdad. Es una investigación dentro de las reglas del gremio, que solo interesa a los miembros del gremio. Yo fui en el 2009 a dar conferencias a universidades americanas. Un día, después de una conferencia en Georgetown, durante la cena, estaba charlando con el profesor que estaba a mi lado. Me dijo que llevaba muchos años con un estudio sobre la presencia de los animales en la literatura francesa del siglo XIX, particularmente del caballo. Me admitió que no lo iba a leer nadie, ni siquiera los miembros de su departamento, y que el único destino de su libro era la biblioteca. La universidad produce hoy día investigadores que asumen que su investigación tiene poco interés general y que su destino natural es que no te lean ni tus compañeros de departamento.
«La filosofía tiene la misma capacidad de verificación empírica que la poesía: es decir, ninguna»
—Al final de ‘Las lágrimas de Jerjes’, Esquilo bromea irónicamente sobre la gloria literaria, y le resta importancia. ¿A usted le preocupa la posteridad?
—En mi caso, y bien entendida, lo único que me importa a mí es la gloria literaria. No la gloria literaria en el sentido de popularidad, o de estatuas, o de nombres de calles, sino de la verdad de lo literario.
—¿Y cuál es esa verdad?
—En literatura, Tolstoi no deroga a Milton, no deroga a Dante, no deroga a Virgilio, no deroga a Homero. Lo verdaderamente peculiar de lo literario frente a lo científico es que la categoría de progreso no funciona. Al contrario: cuando alguien es verdaderamente bueno se convierte siempre en nuestro contemporáneo. En lo que le va la vida a un hombre de letras es en saber si ha producido algo que merece trascender la actualidad y el mezquino plazo de tiempo en el que uno vive. Esta es mi concepción de la gloria literaria: consiste en saber que tú tienes una verdad sobre lo humano que trasciende la actualidad. Me gusta vender libros, que a la gente le gusten, me gustaría que los contemporáneos disfruten de mis libros, pero no considero a los contemporáneos de mejor condición que los que vienen después. Mi ilusión es poder decir una idea luminosa con las dos características del fuego, que ilumina pero da calor. Si puedes decir algo interesante para la inteligencia, y cálido para el corazón, que sea válido para dentro de cincuenta, cien o doscientos años… Eso es lo que más ilusión me haría de todo.
—Por cierto: ‘Los persas’, de Esquilo, que es el punto de partida de ‘Las lágrimas de Jerjes’, es la única obra teatral de los tres grandes griegos basada en un hecho histórico: lo que sucede tras la batalla de Salamina. Es algo insólito, además, porque el dramaturgo se sitúa en en el bando perdedor, y desde ahí relata lo sucedido.
—La victoria de Salamina fue en el 480 a.C., y el estreno de ‘Los persas’ fue en el 472, solo ocho años después. Cuando Jerjes invadió Grecia en el 480 produjo una devastación y practicó una brutalidad que hoy nos parecería impensable: arruinaba cosechas, quemaba templos, mataba niños, envenenaba pantanos... Y en el 472, gana el certamen una obra centrada en Jerjes y en su madre que no pueden menos que generar empatía. Es como si en 1953, en París, hubiera una obra de teatro sobre los últimos días de Hitler. Es un hecho que me asombra enormemente, aunque la obra es un homenaje implícito a los atenienses, a través de la figura del mensajero.
—Su concepto de ejemplaridad pública ha hecho fortuna, y hoy forma parte del diccionario público, aunque en el mundo político el término se utiliza como arma arrojadiza, como excusa para el señalamiento.
—Es la ejemplaridad antipática: la utilización de la ejemplaridad no como concepto atractivo, sino culpabilizador. Solamente la utilizas para denigrar la supuesta falta de ejemplaridad del adversario. Es todo lo contrario de lo que yo propongo. En mis libros asumo que la condición humana es falible. No nacimos aprendidos, tenemos que aprender, que significa acertar y fallar, y corregirte, y mejorar, y retroceder, y desviarte, y dar un rodeo, y volver a lo recto. Utilizar la ejemplaridad como arma para desacreditar al adversario, sorprendido en una mañana, en un minuto, en algo que llevado a la espectacularidad de los medios produce un reproche general, es lo contrario de mi concepto, que tiene que ver con el trayecto general de la vida y no con un corte en una mañana o un minuto porque aparcaste en doble fila.
«No nacimos aprendidos, tenemos que aprender, que significa acertar y fallar, y corregirte, y mejorar, y retroceder, y desviarte, y dar un rodeo, y volver a lo recto»
—Cuando un político acude a una cita literaria o filosófica, casi siempre lo hace con una intención que poco tiene que ver con la del autor en cuestión.
—Es así, esa es la ley de la política desde Pericles hasta Obama: el objetivo es la obtención del poder y desplazar a quien antes lo ocupaba, y para ello utilizas todo lo que puedas, incluida la retórica, para desacreditar a quien lo ocupa.
—Decía Margarit que un poema era lo contrario de la política, porque el poema siempre tiene que ser verdad.
—Estoy de acuerdo. La única lealtad del poeta es con la belleza, mientras que el político la única lealtad que tiene es con el poder.
—Desde la cincuentena. ¿qué enseñanza le daría al joven Javier que empezaba a hacerse las grandes preguntas de la vida?
—Yo he sido una persona exageradamente ansiosa. Tuve una vocación en otoño de 1980, una transformación interior, exactamente con quince años, en segundo de BUP. Me pasé entre los quince y los treinta y ocho, que publiqué mi primer libro, en un estado de ansiedad extrema. Hoy me diría: no es necesaria esa ansiedad, intenta disfrutar más, no seas tan exagerado, hay que adaptarse. En general, la vida me parece un invento extraño, me cuesta adaptarme. Yo vine de Bilbao con ocho años, y me pasé mucho tiempo llorando por las mañanas. Además de porque era el vasco del colegio, no me adaptaba al cambio. Me ha costado mucho adaptarme al negocio de la vida, diría que estoy empezando a hacerlo.
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