«El eco de los disparos», una memoria de la violencia
«Somos cómplices de lo que nos deja indiferentes», señala con autocrítica Edurne Portela en «El eco de los disparos», donde analiza cómo la cultura abordó el terrorismo de ETA
ROGELIO ALONSO
Como la propia autora reconoce, no es este un libro «científico» o «académico», sino más bien una aproximación a lo que define como «el problema vasco» desde «la imaginación y los afectos». Con ese enfoque persigue «explorar qué papel tienen la literatura en ... particular y la cultura en general para transformar nuestra sensibilidad y hacer de nuestra sociedad una colectividad más cívica». Lo hace intercalando vivencias personales con el análisis de obras que desde la literatura y el cine han abordado el fenómeno terrorista de ETA , pero también otras violencias en el contexto español.
Desde esa perspectiva Edurne Portela insiste en reconocer su indiferencia durante años hacia el terrorismo, y la de una significativa parte de la ciudadanía. Evoca así al «espectador indiferente» que Aurelio Arteta ya analizó de forma magistral sentando las bases de la reflexión que sobre la complicidad con la violencia desarrolla la autora. «Somos cómplices de lo que nos deja indiferentes», repite apoyándose también en George Steiner para articular su autocrítica por sus propios silencios cómplices: «Algunos hemos sido testigos mudos, ciegos y sordos, otros testigos acobardados, otros pocos han sido testigos comprometidos en denunciar la violencia».
Su denuncia del terrorismo etarra queda clara en este volumen en el que también se alude a la rentabilidad que formaciones políticas nacionalistas en el País Vasco han extraído de ETA . «El nacionalismo necesita la indiferencia como condición imprescindible para arraigarse y perpetuarse», escribe antes de añadir: «El nacionalismo moderado y, por tanto, buena parte de la sociedad vasca, ha adoptado los términos de los violentos sin plantearse lo que esto significa».
Un humor crítico hacia el terror hubiera sido necesario en el filme «Ocho apellidos vascos»
Frente a esa claridad, y precisamente por ella, sorprende la forma en la que a menudo presenta la violencia del Estado, como si éste y sus representantes hubiesen incurrido en abusos generalizados e indiscriminados que, sin embargo, no lo han sido a lo largo de décadas de terrorismo. Incuestionables son determinadas transgresiones conocidas como los GAL . Sin embargo, infundadas son otras representaciones de la violencia del Estado que ensombrecen el ensayo . Así lo refleja la siguiente acusación, tan grave como poco rigurosa y carente de pruebas, que la autora realiza en tercera persona: «Pocos días después escucharon el rumor de que una chica, tras ser detenida, había sido violada en un furgón de la policía. Nunca supo si fue verdad, pero todavía cree que sí lo fue».
Ensayo desigual
Como consecuencia de ello, y a pesar de su inequívoca condena del terrorismo y de su afán por evitar la equiparación de las víctimas causadas por ETA con otras, en ocasiones emerge una engañosa equivalencia . Así ocurre a pesar del discurso respetuoso de la autora al manifestar su deseo de no ofender a las víctimas del terrorismo etarra. Y es que, su crítica argumentada y sin ambages a «la lógica obscena» de la «izquierda abertzale» al reproducir «la equiparación de sufrimientos y víctimas» se complementa con un tratamiento de la violencia legítima del Estado que no siempre muestra el rigor de la siguiente afirmación: « También es innegable que en la historia del conflicto hay una violencia que viene del Estado , sin que reconocerlo tenga que necesariamente relativizar la de ETA. […] El problema estriba en cómo tenerlo en cuenta y desde qué perspectiva, en dar los suficientes matices y aclaraciones para no caer en la equiparación, la comparación, o el eufemismo que acaba metiendo en el mismo saco a víctimas y perpetradores».
Se trata de un ensayo desigual en el que el ejercicio de memoria personal se alterna con la glosa de unas cuantas obras literarias, cinematográficas o fotográficas, la mayoría de las cuales, según Portela, persiguen reflexionar sobre el terrorismo sin justificarlo. Con este planteamiento refuta las acusaciones de equidistancia que la autora considera han recibido algunos de esos trabajos. Por ejemplo, la exposición del fotógrafo Clemente Bernad en el Guggenheim en 2007 que incluyó fotografías de terroristas y simpatizantes de ETA junto a las de sus víctimas. El fotógrafo deseaba además incluir la instantánea del cráneo destrozado de Miguel Ángel Blanco y así lo solicitó a la familia del concejal, que rechazó la petición. La Fundación que lleva el nombre del político asesinado consideró que la elección de esas imágenes como «resumen» de la situación política en el País Vasco era «sesgada» al entender que se trasladaba una imagen de «guerra» entre dos bandos. A la luz de las propias reflexiones de la autora sobre el miedo y la perversión del lenguaje que ha llevado a parte de la sociedad a asumir los términos de los violentos, resultan razonables los argumentos de la Fundación en una coyuntura tan brutal como la del País Vasco.
La autora considera que algunos de esos autores han recibido injustos ataques por sus trabajos y llega a incurrir en un victimismo poco convincente . Todos o la mayoría de ellos pudieron expresar sus aspiraciones en las entrevistas que realizaron, confirmando sus propios testimonios que su aproximación al terrorismo podía resultar desenfocada con un sesgo de partida. Frente a las buenas intenciones que Portela les atribuye, la reflexión de Hannah Arendt explica los problemas de determinadas tomas de postura ante el terrorismo: «Describir los campos de concentración sin ira no es ser objetivo, sino indultarlos ».
Banalizar la violencia
El maniqueísmo que Portela atribuye a esos críticos debilita su ensayo, pues es precisamente algo maniquea su propia posición hacia ellos al no admitir otras interpretaciones que, más o menos acertadas, no son más o menos respetables dependiendo de su coincidencia con la interpretación de la autora. Véase, por ejemplo, su adjetivación sobre uno de los críticos de la película «Tiro en la cabeza», de Luis Rosales , que narra el asesinato de dos Guardias Civiles en Capbreton (Francia) y que recibió amplia cobertura mediática incluyendo entrevistas con el propio autor: «Carlos Boyero escribe una reseña realmente ofensiva y petulante que demuestra su limitada capacidad como crítico».
Más eficaz resulta su coherente análisis de la película «Ocho apellidos vascos» . En su opinión: «El problema es que esta película se ha puesto como ejemplo de la normalización en el País Vasco cuando ese ‘aire de normalización’ es meramente continuación de lo mismo: salvo contadas excepciones, aquí nadie habla de nada. Esto más que normalización es lo normal: el silencio». Como Portela enfatiza, hay un tipo de humor que banaliza la violencia, como sucede en la célebre película. Pero también hay otro tipo de humor que posee una función crítica hacia el terror. Esta última modalidad está ausente en la popular película cuando hubiese resultado tan necesaria en un retrato cómico pero, en definitiva, retrato de una sociedad ultrajada por la sistemática violación de los Derechos Humanos por parte de ETA y moralmente enferma.
Su ensayo se refiere también a la «manipulación política que algunas asociaciones hacen de las víctimas», cuando resulta más riguroso hablar de la instrumentalización que de ellas han hecho políticos de todo signo. Esta mácula no debe servir para desprestigiar la ejemplar y valiente trayectoria de la mayoría de las víctimas del terrorismo .
Al leer la defensa que Portela hace de determinadas obras en su trabajo, he recordado las palabras del crítico de cine Fabián Rodríguez en un artículo publicado en «El País» el 28 de septiembre de 2003 con motivo de la presentación de la película «La pelota vasca» . Para Rodríguez esta película era «una pedrada que cae sobre pieles demasiado irritadas, algunas de ellas quemadas, cenizas ya, precipitadas al abismo del olvido que muchos quisieran y sólo vivas en la memoria de los que les quisieron». Esas palabras son todavía hoy muy pertinentes para entender la sensibilidad con la que debemos aproximarnos al terrorismo si de verdad queremos comprenderlo. Quizás por ello el ensayo de Portela se hubiera enriquecido con un análisis más equilibrado entre las obras que selecciona y otras que valora muy positivamente -como las de Fernando Aramburu, J. Á. González Sainz e Iñaki Arteta- pero que no merecen esa extensión en su tratamiento por los motivos que ella misma expone: «Hay otros autores que representan el mundo de ETA como encarnación de un Mal radical y desde una clara condena moral». Sin embargo, esa perspectiva parece imprescindible para alcanzar el loable objetivo que la autora se fija: « Llevar el debate al ámbito público a través de las conversaciones que se pueden crear a raíz de una lectura, de una película, de una exposición que nos sacuda, nos saque de la indiferencia colectiva, y nos haga reflexionar honestamente sobre nuestra participación en este conflicto».
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