ARTE / Música
El Teatro Real de Madrid se convierte en territorio de Marina Abramovic
Marina Abramovic, la gran dama de la «performance», se transforma en la gran dama de la escena con su entrada en el madrileño Teatro Real y en la galería La Fábrica
Empezamos de cero: en Ritmo 0, su primera performance en hacer leyenda, Marina Abramovic se plantó durante seis horas, a pie firme , en una galería napolitana. Había colocado 72 objetos sobre una mesa: cadenas, látigos, plumas, pintalabios, rosas (con espinas). Durante esas seis ... horas, el público podría hacer con ella y las cosas lo que quisiera: « Yo soy el objeto. Asumo toda la responsabilidad de vuestras acciones». Lo que pasó a partir de entonces es famoso y da escalofríos. El público, presumiblemente culto, hombres en su mayoría, fue perdiendo los papeles . La desnudó de cintura para arriba, la arañó e hizo sangrar, hizo grafitis sobre su vientre, colgó cadenas de su cuello, pegó pétalos de rosa en sus pezones . Quedan fotos suyas con los ojos cuajados de lágrimas, el cuerpo maltrecho y un manojo de polaroids en la mano, inmóvil aún.
Un mechón de pelo blanco
Un hombre apuntó hacia ella la pistola cargada que estaba sobre la mesa, y solo la intervención de otra gente desvió el tiro. La historia suele contarse mal, porque la verdad es que ni siquiera ese disparo acabó con la performance. Abramovic resistió hierática hasta la hora fijada. De madrugada, la estatua volvió a la vida , como en los cuentos. Volvió a ser persona, a mirar a la cara y a pasearse entre el público. Y la gente salió despavorida . Literalmente. En menos de un minuto la galería había quedado desierta: «No podían soportar mi presencia como persona, después de todo lo que me habían hecho como objeto». Ni siquiera, cuenta Abramovic, acabó entonces la performance: «El galerista me llevó en coche al hotel. Al llegar a la habitación me miré en el espejo y vi que un gran mechón de mi pelo había encanecido. Así acabó Ritmo 0».
Un teatro de ópera como (y una ópera sobre ella) le van como anillo al dedo
Corría 1974 y tenía 28 años, pero en esa pieza latían los ingredientes de toda su carrera . Está, claro, la presencia decisiva del público para construir la obra: es precisamente su relación ritual con la artista, el intercambio electrizado de energías y estados de ánimo, la que remata o «es» directamente la obra. Y también la noción importantísima de responsabilidad : personal y colectiva. Ritmo 0 recuerda los experimentos que justo entonces realizaba Milgram sobre ética colectiva: demostró que en condiciones de laboratorio y asegurada la protección del grupo (o jauría), ciudadanos maduros y civilizados no dudaban en apretar botones que supuestamente electrocutaban a sus compañeros . Otra vez entre perros y lobos: el faldero domesticado puede esconder una fiera. La idea es fundamental en Abramovic. La hija de apparatchiks de la ex Yugoslavia realizó en los noventa todo su ciclo de performances y piezas de vídeo en torno a las guerras de los Balcanes para recordar cómo los asesinatos y violaciones en masa, la vuelta de los campos de exterminio a Europa, las delaciones y mentiras que llevaban a la muerte al vecino de enfrente o la maestra de infancia, se desataban cuando uno se libera de responsabilidad personal e ingresa con alivio en la turba .
Un pasado traumático
Hay otras responsabilidades frente a la abdicación del «civil»: la del artista que puede sentirse autorizado, como los santos antiguos, para cargar sobre sí con los pecados de los hombres . En Balkan Baroque , Abramovic se convertía en Sísifo voluntario o Lady Macbeth contemporánea. Limpiaba obsesiva una pila de huesos de vaca sanguinolentos, como si a ella sola correspondiera la expiación de toda una raza cainita .
Vida y milagros: el detalle del mechón de pelo encanecido, incomprobable pero en todo caso estupendo desde el punto de vista narrativo, recuerda también cuánto le influyeron performers natos (y a tiempo completo) como Beuys : también en ella la autobiografía tiende a la auto-hagiografía de detalles semi-míticos e híper-dramáticos. Se suben a la cabeza al mezclarse, también a la manera de Beuys, con violencia contenida y con la exploración obsesiva de un pasado histórico y personal traumático.
De Gina Pane , de los truculentos accionistas vieneses, del excesivo Yves Klein , de Fluxus, Abramovic aprendió maneras de autodramatizar su propio cuerpo. Se azotó, se cortó, se pinchó, se hizo sangrar . Varias veces tuvo que ser rescatada de la muerte sobre camas de hielo o estrellas de fuego. Con su pareja artística (y en la vida real) Ulay , ideó acciones memorables que aún hoy impresionan y casi hacen llorar: las caricias que se convierten en bofetadas , los roces de hombro que acaban como grandes topetazos de dos cuerpos desnudos.
Como una mística
A partir de los noventa, Abramovic se hiere menos y se presenta más como una presencia enigmática, entre ermitaña, taumaturga y mística . No extraña su éxito de los últimos diez años en EE.UU.. Lo suyo conecta muy bien con esa mentalidad colectiva: rotundidad conceptual, intensidad física, dramatismo emocional y espiritualidad semi-mística (a veces un poco New Age en la parte de sufismos, aborígenes australianos y lamas). En La casa con vistas al océano se exponía durante doce días en una plataforma-casa elevada en una galería neoyorquina. Ayunaba como una santa estilita (y estilosa) , veía auras y forzaba catarsis colectivas y atmósferas de emoción exhibida en grupo que tan bien se entienden en USA. En La artista está presente se sentaba muy quieta en una sala de su retrospectiva en el MoMA y aguantaba la mirada de quien se plantaba ante ella por turnos. Incluidas celebrities, de Sharon Stone a Lou Reed . La gente lloraba, rezaba, enmudecía, huía. Con la genial economía de medios de los veteranos, reflexionaba quizá sobre eso que decía Pascal: que todos los males del mundo vienen de la imposibilidad de estarnos sentados en un cuarto vacío durante un rato largo.
A pesar de las apariencias despojadas, de sus silencios y poses de esfinge, en la intensidad ininterrumpida de toda su carrera hay algo casi bíblico, o al menos wagneriano . Qué ganas de verla ahora en el Teatro Real de Madrid : un teatro de ópera (y una ópera sobre sí misma) le van como anillo al dedo.
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