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Los años treinta desembarcan (o naufragan) en el Museo Reina Sofía

Turbulenta fue la década de los treinta en el siglo XX, y no sin turbulencias –y estridencias– es analizada en una exposición en el Museo Reina Sofía

Los años treinta desembarcan (o naufragan) en el Museo Reina Sofía

Delfín rodríguez

Afirmaba en 1919 Giorgio de Chirico -ausente, por cierto, de esta exposición- que en la normalidad, disfrazadas de memoria las cosas y los hombres, los vínculos entre cada objeto individual están atados por un invisible collar de recuerdos que los hace aparecer como reales y ... lógicos. Si ese collar se rompiera, añade, quién sabe «qué estupor, qué terror y, tal vez, qué dulzura y qué consuelo encontraría mirando la escena». Algo parecido ocurre con la muestra que sirve de excusa para estas apuradas consideraciones. Y es que se tiene la sensación de estar habitando el espacio metafísico descrito por el pintor italiano. Es decir, un lugar en la que la memoria se ha extraviado y en el que cada objeto parece reclamar un relato individual, remitiendo a sus ensimismados recuerdos, a su microhistoria, en tantos casos dolorosa y trágica, cruzada por la miseria y la crisis, la guerra y la violencia.

La cita crea incluso sus propios y discutibles conceptos de modernidad

Pasaje cosmopolita en apariencia, benjaminiano bazar de la Historia, tráfico atropellado de recuerdos, mercado de las ideas en espera de pertinencia o comprobación, en todo el recorrido, incluido el voluminoso catálogo, se tiene la impresión de estar a cada paso ante cada obra, ante cada relato breve que le es propio, en el desierto, cortados todos lo hilos de lo verosímil, rotos los vínculos con la Historia y con la historiografía, aunque esa es la intención declarada de la propuesta. Y, como escribiera Borges, en el desierto siempre se está en el centro , desorientado, como en un mapa sin cartografiar. Tal vez, el posible dibujo de semejante mapa pudiera coincidir con el anunciado por el Surrealismo en 1929, o simplemente sea un trazado de ausencias.

La Libertad no tenía cerebro

Que las hay, y muchas, como parece que debe ocurrir en cada narración si distinta y renovadora se reclama, como aquí sucede. Llamativas son las ausencias de Carrà o De Chirico, de Morandi o Balthus , sin mención alguna o presencia de la arquitectura italiana del periodo; de futuristas vinculados al fascismo o de Braque, Matisse o Dérain. Por no estar, no está ni Hopper, ni los cuadros «no pintados» de Nolde. Pero citar más nombres sería tan prolijo y laberíntico como absurdo, aunque sus obras de los años treinta sean tan significativas como muchas de las expuestas.

Cada objeto remite a sus ensimismados recuerdos, a su microhistoria

Articulada en dos grandes ámbitos, el uno contextual y cosmopolita, de los EE.UU. a la URSS, de la Alemania nazi a Francia o Latinoamérica, y el otro referido a la España de los treinta, con el Guernica de Picasso como centro y eje, los rincones para la cita de obras y artistas, microhistorias ensimismadas, conforman la impresión de que de una Exposición Universal simulada se tratase , una más de las que con tanta y elocuente frecuencia y carga ideológica se realizaron en aquellos años y a las que se dedica una sección especial, como no podía ser menos.

Y con esos acontecimientos efímeros y políticos que eran y son aquellas grandes muestras de propaganda retórica sucede siempre -o casi- lo mismo que ocurriera en la de París de 1878, en la que la cabeza de la Estatua de la Libertad fue mostrada a ras de suelo, pudiendo los visitantes entrar en ella y comentar, estupefactos y tal vez aterrorizados, que la Libertad no tenía cerebro .

Híbrida, sucia, compleja

Así, entre laberintos destinados a confundir a los hombres y sus ideas, se proponen estos consoladores encuentros y desencuentros con los años treinta, en los que deambulan, en conversaciones extraviadas y exiliadas , surrealistas y abstractos, realistas y fotógrafos, cartelistas y escultores, pero también extraños conceptos, imprecisiones e ideas sobre la foto y su repentina modernidad supuestamente adquirida solo, como una revelación sin memoria, en esos años, lo que es especialmente inusitado.

Incluso podría construirse otra muestra con las alarmantes ausencias (¡nada de Centelles, ni de Lekuona!), o tal vez esa sea la clave de la propuesta: más una colección sin relato posible que no sea el de la biografía convulsa del coleccionista, que una exposición que haga cuentas con la Historia. Porque contemplando cada objeto expuesto, este nos remite a otro ausente, a un recuerdo, a una idea, a una posible historia distinta o a varias, muchas de ellas ya escritas pero aquí conscientemente rechazadas.

Por no estar, no está ni Hopper, ni los cuadros «no pintados» de Nolde

Porque de revisar la Historia se dice -entre lo ditirámbico y la ingenuidad- que se trata, como si desde hace tiempo no se supiera que aquella siempre es híbrida, sucia, compleja y contradictoria. Y es que esta es la clave: plantear en forma de exposición universal, con pabellón nacional incluido, encuentros individuales o metafóricos propios de coleccionista con el fin de declarar obsoleto cualquier relato anterior, revisando incluso la noción misma de modernidad y vanguardia. La primera, sorprendente sinónimo ahora de quiebra y ruptura; la segunda, de clasicismo y figuración retórica de regímenes totalitarios, aunque siempre he creído, con Cacciari, que era al revés, que la vanguardia es por principio productiva , transparente, constructiva y nueva, negando el pasado y la Historia, mientras que la modernidad es nostálgica, duda, revisa la memoria, la trae al presente, la reconstruye, juega con el desasosiego de la presencia del pasado y lo que de él queda, como iluminaba el ángel de la Historia de Benjamin.

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