Un coche, un viaje, un abrazo: la memoria literaria de Inés Martín Rodrigo, último premio Nadal
Acompañamos a la escritora al pueblo de su infancia, Peraleda de la Mata, en su primera visita tras ganar el prestigioso galardón con ‘Las formas del querer’, una novela que ficciona ese mundo y que llega a las librerías el 2 de febrero
Bruno Pardo Porto y Vídeo: David del Río
Entre Madrid y Peraleda de la Mata (Cáceres) hay apenas hora y media en coche, ciento setenta y un kilómetros por la A-5, una distancia suficiente para separar dos mundos (la ciudad, el pueblo) y definir una vida. A un lado está la adultez, ... al otro la infancia, y al volante Inés Martín Rodrigo (1983) haciendo memoria. «Antes esta carretera era de dos carriles, hace ya… ¡Yo conocí la carretera de dos carriles! Este trayecto es muy importante para mí». Por ese camino, nos cuenta más tarde, salió su abuelo buscando trabajo en la posguerra, y por allí volvió mucho después con la misión cumplida y ganas de descansar en las raíces. También su madre lo tomó cuando decidió que sus hijas –ella y Lorena– tenían que crecer rodeadas de los suyos, y no de coches, aunque algunos fines de semana deshacían lo andado (es un decir) para ir a ver a sus tíos o las luces de Cortylandia.
Por esa carretera sonaban canciones de Perales, Mocedades y Julio Iglesias, que son parte inevitable de su banda sonora, aunque hoy escoja ‘Sad reunion’, de InDreama, nada más arrancar. Por esa carretera, que ahora tiene cuatro carriles, circula cada quince días una tía orgullosa que va a visitar a sus sobrinos, aún pequeños como querubines. Y por esa carretera se fue, hace un cuarto de siglo, una adolescente rota por la enfermedad y por el duelo a la que durante años le dolió demasiado recordar.
De los regresos, de los viajes de ida y vuelta a la memoria y a una misma, está impregnada ‘Las formas del querer’ (Destino), la novela con la que la escritora y periodista de ABC ha ganado el último premio Nadal, que llegará a las librerías el 2 de febrero. Una obra de ficción, pero llena de verdad. Una historia que es la suya y que es la nuestra, porque todas las familias se parecen y son tristes y felices a la vez, y no hay nadie más universal que tu vecino.
«He hecho este camino miles, millones de veces. Podría hacerlo con los ojos cerrados». Pero no los cierra.
«¡Inesita!», exclama un hombre al poco de bajar del coche. «Aquí soy Inesita, la hija de Aurorita», confiesa entre risas, tras saludar al tío Luis. Luego habrá más encuentros, más abrazos, más besos. La prima Mari Paz, que nos ve por la ventana y se despide así: «Bueno, prenda, ya nos vamos viendo». Y la tía Tere, que se acerca renqueante: «¡Mira qué carro me han comprao! [es un andador]... Que esto es muy grande, muy grande, que tu madre te ayuda desde allí arriba. Lo sabes, ¿no?». Y ella asiente. «¿Quieres llevarte unos huevos?», insiste. Eso que se escucha es el sonido de la novela, el sonido de los peraleos.
La autora nos lleva al Corchuelo, que es una parte fundamental de su geografía emocional y literaria. Es un antiguo abrevadero invadido por el musgo, cerca del pantano, donde solía pasar las horas de niña: horas lentísimas, detenidas, porque hay sitios en los que la vida funciona a otro ritmo, mecida por los cencerros, bajo la vista de las cigüeñas, que vuelan con calma hacia los nidos. «Ahora ya no invernan en África, se quedan todo el año», apunta. Brilla un sol de diez grados. Es lunes, pero podría ser cualquier otro día.
Al lado del Corchuelo está el parque en el que jugaba con su hermana y donde ahora hacen lo propio sus sobrinos, Rodrigo y Carmen, en una coincidencia biográfica ante la que solo se puede sonreír. El colegio al que van (Grupo escolar Lucio García, según reza el cartel, pintado a brocha) también es el mismo en el que ella pasó sus primeros años. La plaza por la que corretean no ha cambiado. Ni la iglesia, claro. «Por mucho que hayan pasado los años, el pueblo sigue prácticamente igual, ellos están viviendo la infancia que nosotras tuvimos», afirma.
En Peraleda sigue habiendo solo un ‘gran’ supermercado, el de Baudilio, y un lugar al que llevar un coche averiado, los Talleres García («empezaron en un garaje, como Zuckerberg, y ahora tienen una nave»). La actualidad muta a toda prisa, pero el presente no: aquí la repetición alimenta la memoria. Es doblar la esquina y ahí tiene un recuerdo. «No se me olvidará nunca en mi vida el día en que se quemó la clase por la estufa de butano. Nos sacaron fuera, y lo vi desde la casa de enfrente».
En lo peor de la pandemia, cuando salía al balcón de su casa buscando aire, la escritora pensaba en el pasado. «Mi casa da a la calle San Isidro Labrador, y miraba fuera y me daba la sensación de volver a mi infancia. Esa zona de Madrid se volvió a convertir en un pueblo, que era lo que era la Villa de Madrid. Estaban los niños con las bicicletas... Y mi mente se iba». Tal vez por eso ‘Las formas del querer’, que narra la historia de la familia de Noray desde las peripecias de sus abuelos en la España de la Guerra Civil hasta nuestros días, acabó revelando parte de su biografía, que se fue filtrando como el agua en la roca. «La novela la empecé a escribir a principios de 2019, pero durante el primer año de pandemia cambió totalmente, y fue cuando realmente tomó la forma que ha terminado teniendo. De repente, mis recuerdos empezaron a apropiarse de la trama. Yo, mi vida, mi memoria familiar, no iban a estar tan presentes en el libro. Mi análisis es que si ha terminado siendo así es por todo lo que nos ha pasado… Igual que la protagonista de la novela, en el momento en el que se empezó a resquebrajar el suelo a mi alrededor, a todo nuestro alrededor, yo me agarré a esa memoria familiar que atesoraba», explica.
Y continúa: «Una de las cosas que me da miedo es el olvido. Cuando murió mi madre, y a medida que fue pasando el tiempo, que fueron pasando los años, tenía miedo a irme olvidando de las cosas, de los momentos, de las situaciones vividas con ella. Miedo a que se fuera difuminando en mi memoria. Al final, llegó un momento en el que me di cuenta de que su presencia había sido tan importante en mi vida, la había marcado tanto, que nunca se iba a borrar. Pero hasta entonces vives todo un proceso en el que te aferras a los recuerdos, y la escritura te permite retenerlos». Ahí están autora y personaje unidas por el mismo empeño. Y por esa máxima de Joan Didion que tanto citan ambas: «Nos contamos historias a nosotros mismos para poder vivir».
«Es curioso, porque ella lo incluye en su ‘White Album’ hablando de periodismo. Ella se refiere al ejercicio periodístico que hace como cronista: contar historias de otros, pero para sobrevivir ella, como una necesidad vital. Y a mí me parece que es así. Es la esencia de la literatura». Es eso, una nieta escuchando las batallas de la abuela, recontándolas décadas después…
A cinco minutos de Peraleda está el Templo de Los Mármoles, unas ruinas romanas que miran al embalse de Valdecañas, un mar de interior que un despistado podría confundir con el Mediterráneo, por las piedras. «Aquí venía a pescar con mi padre», recuerda Martín Rodrigo. Aquí, también, estaba Talaverilla, un pueblo inundado por las aguas y la Historia. Cuando baja la marea, dicen, aún pueden verse los restos, porque nada desaparece nunca del todo. De igual modo funciona la memoria, que va sacando a flote ciertas cosas sumergidas.
«Mi relación con el pueblo ha sido de amor-odio. Conservo el recuerdo feliz de mi niñez, idealizada como todas, pero eso se interrumpió con la muerte de mi madre, porque la muerte en los pueblos se vive de una manera muy dolorosa... Recuerdo que mi abuela se vistió de negro y ya no se quitó el luto. Y mi abuelo, que era un señor muy entero, no se puso nunca más camisas blancas, ya siempre fueron oscuras. Yo asociaba el pueblo con la muerte de mi madre… Y la escritura abrió puertas que no estaban tan cerradas», reconoce la autora.
No se refiere tanto a la muerte, más asumida, como a la enfermedad que siguió al duelo, a la anorexia. «Era imposible que alguien entendiera aquello en el pueblo, ni siquiera mi padre lo entendía. Luego hubo más casos como el mío, pero entonces todos los ojos estaban puestos en mí… Sabía que no iba a ser fácil acercarme ahí, pero no sabía que iba a ser tan difícil. De hecho, llegó un momento en el que me destrocé los dedos [todavía tiene marcas] y me acerqué otra vez al precipicio. Entonces, paré». ¿Y ha compensado? «Sí, me ha compensado, porque me he atrevido a mirar. He abierto la caja de los truenos y me he mirado en ese espejo por primera vez. He utilizado la escritura para contarme ciertas cosas que no sabía sobre mí. De cómo viví determinadas partes del pasado, de cómo sobreviví, de los motivos por los que estoy viva, literalmente».
Hay una palabra que repite durante la conversación: reconciliación. Reconciliación con el lugar, con su historia, consigo misma. «Durante mucho tiempo fue doloroso recordar, pero después se convirtió en una suerte de cobijo. Es esa reconciliación con la memoria... Y ahí la escritura también es una herramienta terapéutica. No sanadora, pero sí terapéutica».
La frase que abre ‘Las formas del querer’ es de Marguerite Yourcenar: «Y entonces, ¿quién sabe? Quizá cuiden de nosotros ciertos recuerdos, como ángeles». Y de eso se trata. De traerlos de vuelta y luminosos.
El día va avanzando lentamente, y el paseo continúa. «El pueblo que aparece en la novela no es Peraleda, igual que yo no soy la protagonista, pero lógicamente todo lo que yo viví durante mi infancia aquí, en estas calles, está presente a través del espejo de la ficción». Es un espejo deformante, pero revelador, y que en el fondo hace lo mismo que la memoria: recontarlo todo una y otra vez. «Es lo que pasa en la novela. Noray escribe lo que le contó su abuela, pero vete tú a saber cuánto había fabulado ella… Me gusta mucho pensar en ese juego de espejos entre la realidad y la ficción, entre la vida vivida y la vida novelada, cuando no hay una distinción muy clara entre lo que es real y lo que no».
Del título de la novela dice que prefiere el querer al amor porque tiene otra música, y porque está más pegado a la tierra, al día a día, a la experiencia. Esas formas, en plural, ensanchan el concepto, y eso se percibe pasando páginas, explorando las aristas del sentimiento. No es lo mismo el afecto de una hija a sus padres que el de una nieta a sus abuelos («al saltar una generación, los lazos siguen existiendo, pero la presión sanguínea disminuye y es cuestión de dejar hacer sin exigir, ni esperar, nada a cambio», escribe), como no es lo mismo la intimidad de una pareja que la de una amistad. «Tu familia es la que te ha tocado, pero familia también es la gente que no tiene ninguna obligación contigo y que te apoya y que te ayuda y que te quiere. Yo quería que eso estuviera presente. A mí se me partió la vida por la mitad cuando tenía catorce años, pero tuve la suerte, tiempo después, de encontrarme con gente que me quiso, que me abrió las puertas de su vida, que me enseñó que la familia también nos la hacemos nosotros, nos la construimos nosotros mismos».
En la comida, Rodrigo (cuatro años) pregunta esto: «Tata, ¿has traído el premio?» Y después: «¿Y por qué le hacen fotos a la tata?». «Es que va a salir en el periódico». Entonces se suma al paseo y sigue preguntando. «¿Y por qué la graban?» «Porque ha escrito un cuento largo». Él solo sabe que la tata escribe cuentos, y que se los cuenta a él, como antes hiciera su madre con ella, como algún día, quién sabe, hará él con alguien.
Pasan las cinco de la tarde, y tía y sobrino entran juntos al colegio. Él le enseña orgulloso sus rincones, el huerto del patio, la arena en la que se reboza en el recreo, y ella sonríe. Entran a su clase, ya vacía y recién fregada. «¿Y estos cojines? ¿Son para la siesta?». «¿Siesta? ¿En el suelo? ¡Pero cómo vamos a hacer eso!». Después, Rodrigo le enseña sus habilidades en la pizarra, y su tata termina abrazándolo. Y hay en ese gesto algo de herida cerrada y luz encendida. Si el amor es un poema, digamos que el querer es ese abrazo.
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