MÚSICA
Carmen Linares: «Nunca me sentí discriminada en el flamenco por ser mujer»
Tras décadas siendo reconocida en todo el mundo como una leyenda a la altura de Camarón y Morente, la cantaora presenta un espectáculo que recorre su carrera con la participación de figuras como Silvia Pérez Cruz o Miguel Poveda
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Iniciar sesiónCarmen Linares nunca se sintió discriminada en el flamenco por ser mujer, ni cuando empezó a cantar en los tablaos de Torres Bermejas y Café de Chinitas, al llegar a Madrid con su familia en 1968, ni después. «Creo que la principal oposición que han ... tenido las cantaoras a la hora de desarrollarse como artistas ha sido, en la mayoría de los casos, la de su propia familia, pero yo he tenido suerte en ese sentido», asegura a ABC Cultural, contenta porque acaba de recibir su primera dosis de la vacuna de Pfizer y en breve podrá seguir presentando su espectáculo ‘40 años de flamenco’.
«Mi padre, que era un sabio, me ayudó mucho. Me dijo: ‘Tú has nacido para cantar. Hay muchas mujeres que pueden ser secretarias u otra cosa, pero a ti Dios te ha dado ese don para que lo ejercites. No seas tonta, ni te lo pienses, ejerce tu profesión», ha contado en otras ocasiones, recordando aquellas calurosas tardes en su Linares natal, en Jaén, cuando el patriarca, de profesión ferroviario, se sentaba en la puerta de su casa a tocar la guitarra y ella le acompañaba. «Con eso no quiero decir que no haya machismo, pero yo nunca lo sentí, porque a mi padre lo que más le gustaba en el mundo es que yo fuera cantaora. Y lo mismo a mi marido [el periodista de TVE Miguel Espín ], otro loco del flamenco al que conozco desde niña y que siempre me apoyó. Ha cambiado muchos pañales para que yo saliera de gira… ¡con eso te lo digo todo!», subraya la primera flamenca de la historia que, invitada por la Orquesta Filarmónica de Nueva York, actuó en el Lincoln Center.
En aquel momento, ‘The New York Times’ ya destacó su «extraordinario poder expresivo», que ha paseado también por escenarios de todo el mundo, como el Teatro Colón de Buenos Aires, la Ópera de Sydney, el Shinjuku Bunka Center de Tokio, el Royal Albert Hall de Londres, el Teatro Nacional Chaillot de París y el Teatro Real de Madrid, entre otros muchos. Un talento que ha sido reconocido con la Medalla de Oro de las Bellas Artes y el Premio Nacional de Música del Ministerio de Cultura y hace años la convirtió en una leyenda a la altura de compañeros de generación como Enrique Morente y Camarón de la Isla .
—En ‘Una historia del flamenco’ (España, 2005), José Manuel Gamboa escribe de usted: «Al igual que todas sus compañeras, Carmen ha tenido que aguantar de continuo que los interlocutores empiecen por hacer mención a su belleza física al hablar de su arte».
—Sí, no era necesario, pero a mí no me molestaba. ¿Por qué iba a cabrearme que a alguien le pareciera guapa? Me molestaban más otras cosas, porque con esos piropos entiendo que querían agradar… salvo que fueran obscenos, claro. Si ahora lo escuchara, sería extraño, pero ya no pasa. A nadie se le ocurre hoy presentarme refiriéndose a los «ojazos» o la «belleza».
—¿Y qué eran esas otras cosas que sí le molestaban?
—Que me repitieran continuamente que no era de Andalucía o gitana. Eso es algo que no he sentido yo sola, sino todos los cantaores que no eran del famoso triángulo bajo andaluz. Y si encima no eras gitano, peor, porque pesaba mucho en el flamenco. Esa es la discriminación que he visto, pero que no ha sido un impedimento para que continuara con mi carrera. Además, hace tiempo que desapareció, no tenía sentido.
—Cuando grabó su primer disco en 1971, aún faltaban unos años para que se produjera el gran ‘boom’ del flamenco con ‘Entre dos aguas’, de Paco de Lucía, y ‘La leyenda del tiempo’, de Camarón. ¿En qué punto se encontraba el flamenco entonces?
—Era mucho más tradicional. Los artistas no teníamos todavía esa valentía, porque los flamencólogos no nos dejaban probar demasiadas cosas nuevas. Cuando lo intentabas, se te echaban encima. Gracias a esos artistas que mencionas, precisamente, el flamenco empezó a cambiar, y todavía somos la generación en la que se fija la gente joven, porque dimos un paso de gigante en lo que a evolución y difusión se refiere. A mí, sin embargo, me gustaría que los jóvenes echaran la vista hacia las raíces de las que nosotros bebimos, para que luego evolucionen como quieran.
—¿Pero el flamenco estaba minusvalorado en esa España?
—No creo. Había una gran afición, pero no tenía la misma difusión. Hoy todos son conscientes de la importancia del flamenco en todo el mundo.
—Usted compartió momentos con todos esos grandes artistas más allá del escenario...
—He estado en muchas fiestas con Morente, Paco de Lucía , los Habichuela, la Perla de Cádiz, Paco Cepero y otros grandes, porque después de actuar en Torre Bermejas, por ejemplo, siempre nos íbamos a tomar una copa por ahí. He visto muchas noches a Camarón cantando en un rinconcito...
—No era fácil hablar con él, ¿verdad?
—No. Cuando trabajamos juntos en Torre Bermejas, apenas saludaba y se encerraba en el camerino. Era muy buena persona, pero era muy tímido. Recuerdo un viaje que hicimos a un pueblo del sur de Francia a actuar juntos y, al volverse él y Tomatito en el coche con mi marido y conmigo, tuve la oportunidad de hablar un poco más con él, de sus hijos y esas cosas, pero poco.
—Morente, sin embargo, era como de su familia.
—Así es. Le he escuchado millones de veces fuera del escenario. En los años 80, cuando terminábamos de actuar, nos íbamos al Candela, en Lavapiés. Allí surgían muchas fiestas improvisadas. Miguel, el dueño, siempre nos echaba a las 7 de la mañana al grito de «¡vendo pijamas!» o «¡venga, que nada es eterno!» [risas], pero no había manera. Recuerdo muchos días estar en la parte de arriba y, de repente, alguien avisar: «¡Eh, se ha armado la mundial!». Todos salíamos corriendo a las cuevas de abajo y, al entrar, ahí estaban Camarón o los Ketama cantando, por ejemplo. Había mucho duende allí.
—¿Recuerda el día exacto en el que conoció a Morente?
—Sí, en 1968. Iba un día andando con mi hermana por la plaza de Santa Ana, en Madrid, puesto que yo vivía cerca, y de repente me encontré a Paco Almazán, un periodista que escribía en la revista ‘Triunfo’ y era muy amigo mío. «Carmen, mira con quién estoy», me dijo. Enrique acababa de llegar de una gira por México de seis meses y estuvimos charlando un rato, puesto que conocía a mi padre. A partir de ahí nos hicimos muy amigos y empezamos a cantar en el Café de Chinitas, donde él conoció a su mujer, Aurora. De hecho, mi marido y yo somos padrinos de Soleá [Morente] .
—Otros músicos me han dicho que los hijos de Morente son los que mejor han entendido su libertad creativa.
—Lo creo. Tener un padre con esa sabiduría era un lujo, porque esa libertad se basaba en el esfuerzo. Me acuerdo que siempre les decía que, si querían ser artistas, tenían que trabajar duro y dedicarle muchas horas a escuchar música. Les llevaba a ver exposiciones de Picasso, porque sabía lo importante que era eso. Y ahí están las carreras de Soleá, Kiki y Estrella como muestra, tan diferentes, serias y libres a la vez.
–¿Qué le dijo a Morente la primera vez que escuchó 'Omega'?
–Pues mira, viví aquel episodio en el Teatro Albéniz en el que Enrique dio un concierto de flamenco normal, hasta que, de repente, dijo: «Bueno, el espectáculo continúa, no se vayan todavía que hay una sorpresa». En ese momento, se abrió el telón de fondo y una batería empezó a tocar con un ritmo salvaje [gesticula unos segundos como si ella misma tuviera unas baquetas en las manos], para después interpretar dos de las canciones de aquel disco que aún no estaba publicado : ‘Omega’, que era una seguiriya, y ‘Aleluya’, la versión de Leonard Cohen. Recuerdo que todo el público se quedó alucinado con cómo retumbó el teatro. Era una cosa tan novedosa que la gente empezó a decir : «¡Enrique se ha vuelto loco! ¿Qué le pasa?» [risas]. El público que había era de flamenco clásico y lo criticaron mucho, pero con ese disco pasó lo mismo que con ‘La leyenda del tiempo’, de Camarón.
–¿Pero usted lo criticó al principio?
–No, yo le di más oportunidades, porque sabía que Enrique no podía hacer tonterías, como Camarón. Por eso esos dos discos, que están hechos desde el cante jondo, aunque fueran a territorios muy diferentes, me terminaron enganchando. Enrique nunca se apartó del cante jondo, lo llevaba en sus raíces, por mucho que evolucionara.
—¿Qué ha aportado usted al flamenco que no hayan aportado otras cantaoras?
—¡Uy, no sé! Te puedo decir lo que he intentado hacer: prepararme muy bien y escuchar a muchísimos cantaores antiguos, porque cuanto mejor conozcas tu arte, más puedes experimentar. Todo ello, para llevar el flamenco a lo más alto y sentirme digna de ello. Siempre he intentado reflejar la época en la que vivo, no anclarme en el pasado.
—¿Se agarró a la poesía, precisamente, para no anclarse?
—Antes todos cantábamos letras populares, que eran maravillosas, pero descubrí la poesía gracias a Morente, que fue el primero que musicó a Miguel Hernández en 1971. Me pareció una maravilla que enriquecía a este arte, porque además los poemas no los metía con calzador, sino que se puso al servicio de ellos y abrió una puerta que luego transitamos todos. Y no por el simple hecho de innovar, sino porque le gustaba.
—¿Cuál es el poeta más difícil para ser cantado?
—Juan Ramón Jiménez, al que le dediqué mi disco ‘Raíces y Alas’ (Salobre, 2008), que fue un éxito. Miguel Hernández me resultó más fácil, porque sus poemas encajan muy bien con muchos palos.
—Su ‘Antología de la mujer en el cante’ (PolyGram, 1996) fue un antes y un después en el flamenco. ¿Su objetivo desde el principio fue reivindicar a esas cantaoras?
—No lo pensé como un trabajo feminista, aunque la gente lo interpretó así. Todavía me siguen diciendo que significó un paso adelante en ese sentido, pero se convirtió en un disco reivindicativo sin pretenderlo. Yo decía: «Si consideráis que es feminista, me parece bien». Entiendo que hay que luchar por la plena igualdad, pero en el flamenco creo que la mujer siempre estuvo considerada.
—Siendo interpretado como un álbum feminista, ¿recibió críticas por ello en los 90?
—Para nada. Todo el mundo estuvo de acuerdo, tanto los medios de comunicación como los aficionados. Nunca leí una mala crítica y muchas cantaoras posteriores me han dicho que fue una de sus grandes influencias. Hasta los flamencólogos estaban contentos de que hubiera reivindicado el trabajo de esas cantaoras. A ver… imagino que hubo gente a la que no le gustó, por supuesto, pero nunca lo vi reflejado en un periódico.
—¿Y agradecimientos de alguna de las cantaoras antiguas que aún estaban vivas en 1996?
—Sí, y estoy muy orgullosa de ese disco y de haber colocado a la mujer en… ¡Bueno, la mujer ya tenía su sitio en el flamenco, como dije! No quiero atribuirme ese mérito, porque La Niña de los Peines no necesita que nadie la reivindique, es la maestra por excelencia. Ni a Bernarda y Fernanda de Utrera o Juana la del Pipa. Quiero que quede claro. Pero sí rescaté cosas de cantaoras antiguas que ya no se oían, como ‘Toma este puñal dorao’, de La Mejorana, que ahora resulta que es la alegría más cantada.
–¿Y por qué no hay guitarristas flamencas?
–Porque no hay tradición de que la mujer toque la guitarra, pero cada vez hay más. Yo estoy seguro de que, cuando salga una que despunte, le seguirán otras, porque la guitarra es un instrumento que puede tocar una mujer igual que un hombre, no es una cuestión de fuerza. También es verdad que los guitarristas se han forjado mucho en fiestas y sitios parecidos donde, antiguamente, no estaba bien visto que estuvieran las mujeres, pero ahora que eso ya no ocurre, seguro que van a salir. Ya hay cinco o seis muy buenas, como Antonia Jiménez, que está acompañando a muchos cantaores y bailaores, y eso era antes un espacio exclusivo de hombres. Supongo que, en ese sentido, lo habrán pasado mal en algún momento.
—Algunas de esas cantaoras a las que homenajeaba son del siglo XIX. ¿Hasta dónde llegó la investigación?
—La llevamos a cabo Gamboa, mi marido y yo. Fue concienzuda y larga, porque presenté el proyecto a PolyGram, pero lo metieron en un cajón durante ocho años. No les interesó. Ten en cuenta que a muchas de esas cantaoras nunca las escuché directamente, porque no dejaron registros sonoros, pero sí a través de Antonio Mairena o Pepe Marchena, por ejemplo.
—Ese disco cambió su vida...
—Bueno, nunca gané nada. Empleé todo el dinero que me dieron de adelanto contratando a los guitarristas que mejor se adaptaban a cada cante. ¿Por qué participó Paco Cepero? Pues porque era el guitarrista de la Perla de Cádiz y podía llevarme en volandas para cantar sus bulerías. ¿Y Juan Habichuela? Para que tocara los cantes de la Tía Marina, que era su tía de verdad y nadie los conocía mejor que él.
—No acabo de entender por qué no ganó dinero, si vendió cientos de miles de copias...
—Gané con los ‘royalties’ y porque me contrataron de muchos festivales, pero no del adelanto de la discográfica, del que la mayoría de los artistas se quedan algo. Yo me lo gasté todo, no quise escatimar, como he hecho en todos mis discos. Si sobraba algo, metía un contrabajo u otra cosa. He gastado hasta el último euro en la música, por eso nunca he nadado en la abundancia. Y mucho menos ahora, que es impensable.
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