CINE
Carla Simón: «El lugar en el que colocas la cámara es una decisión filosófica»
La directora catalana, último Oso de Oro en la Berlinale, estrena ‘Alcarràs’, su segunda película tras debutar con ‘Verano 1993’. Un nuevo viaje al pasado, a la infancia y a la familia, su verdadero «refugio»
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Iniciar sesiónHay vida en cada escena de las películas de Carla Simón (Barcelona, 1986), aunque todas están íntimamente ligadas a la muerte. A la de sus padres, que la inspiró para mirar dentro de sí misma en ‘Verano 1993’, o a la de ... su abuelo, cuyo legado pretende honrar en ‘Alcarràs’ , apelando a ese oficio tan antiguo y casi extinguido como es cultivar la tierra en familia. Una familia que es para ella «un refugio, lo que siempre queda». Por eso su cine regresa a su infancia. A lo que conoce, y también, como un duelo, a lo que le cuesta aceptar. A lo que recuerda y a la memoria que, a la fuerza, le arrebataron. «Esa cosa de llorar tarde», dice, sonriendo de lado, más tímida cuando se pone delante de la cámara que cuando piensa detrás de ella.
Todo está medido en el cine de la directora catalana, último Oso de Oro en la Berlinale. El casting, la relación entre los actores, anónimos. Incluso el lugar donde pone la cámara, una decisión «filosófica» para la cineasta. Todo menos los niños, que escapan a su meticulosa mirada. «Hacen que las cosas estén más vivas». Quizás por eso su cine desprende una honestidad genuina, pese a estar orquestado.
Improvisado también fue el parecido entre ‘Verano 1993’ y ‘Alcarràs’ , dos caras de la misma moneda, un comienzo y un final, que en realidad es un punto y seguido. «Los cineastas siempre terminamos haciendo las mismas películas porque nos conectan con nuestra manera de ser», reconoce.
Embarazada de su primer hijo, el futuro del cine español empieza a mirar por fin hacia adelante. «He vivido mi familia desde la generación que llega nueva, siendo niña, adolescenta, adulta. Ahora eso va a cambiar; me apetece ver cómo me siento reviviendo la infancia de mi hijo y siendo parte de esa generación de en medio».
—Debutó con un comienzo, el del primer verano tras la muerte de su madre; ahora sigue con un final, el adiós de una familia a una forma de vida. ¿Hay algo de duelo en su cine?
—Sí, creo que sí. Es curioso, porque fue casi al terminar ‘Alcarràs’ que me di cuenta de que al final hablaban de lo mismo, de aceptar una nueva situación. La aceptación me cuesta. Me cuesta aceptar cuando algo no me gusta, cuando no funciona. Tengo ahí unos procesos largos, esa cosa de llorar tarde. Los cineastas siempre terminamos haciendo las mismas películas porque nos conectan con nuestra manera de ser.
Haber perdido a mis padres de pequeña hace que la memoria familiar sea muy importante para mí»
—En su caso, además, conectan con su vida.
—Sí. En ‘Verano 1993’ era obvio porque cuenta mi infancia. En ‘Alcarràs’, el punto de partida es muy personal porque mi familia cultiva melocotones, pero la historia es ficticia, igual que la estructura familiar. Me apetecía, tras ‘Verano 1993’, investigar tanto a nivel personal como inventar un poco. Aunque también surge de algo real, porque fue cuando murió mi abuelo que empecé a poner en valor su legado y se me pasó por la cabeza pensar qué pasaría si esos árboles que siempre han estado ahí dejaran de estarlo.
—¿Somos una sociedad ingrata con nuestro pasado?
—Bueno, eso depende de las personas y los lugares. Es curioso ver cómo muchas veces las que guardan la memoria familiar son las mujeres; conservan las fotos, las cartas, las historias orales. También depende del sitio. En uno como el de ‘Alcarràs’ la tradición sí es algo que tiene mucho peso, pero en sitios más urbanos, en absoluto. Y depende de la persona. Yo vivo en Barcelona, pero llevo toda esa historia familiar muy presente. Me parece muy importante preservar ciertas cosas y también darnos espacio para que salgan nuevas, o que esas tradiciones se transformen si dejan de tener sentido.
—Porque cambiar no implica olvidar.
—Al final, la película habla de eso, de la tradición y del cambio y de cómo el cambio, que en este caso viene de proponer poner placas solares en un sitio donde se cultivan árboles, genera ese dilema de que las placas solares son energía renovable, que es algo que necesitamos y a lo mejor no es tan mala opción. Muchas veces el cambio viene con cosas que pueden llegar a ser positivas, aunque duelan.
—Es el futuro del cine español pero busca en el pasado. ¿Cómo de importante es para usted la memoria?
—Muy importante. Siempre intento hablar de lo que sé y de lo que me apetece saber, hablar de lo que conozco. Creo que en el hecho de haber perdido a mis padres de pequeña hay algo a lo que nunca he podido acceder, que es a esa memoria familiar suya. Cómo fueron sus vidas es algo que me interesa y que siento que no voy a saber nunca, porque te puedes acordar de cosas pero no generar nuevos recuerdos. Te puedes inventar cosas o puedes escuchar o apropiarte de los recuerdos de los otros, pero cuando no los hay, como en mi caso con mis padres, eso hace que lo ponga más en valor. Todo lo que es memoria familiar para mí es muy importante. Hace tres años murió mi abuela, la última de la generación de arriba que quedaba, y me hizo darme cuenta de que con ella se iba todo lo que ya no sabremos nunca.
—Ahora que está a punto de ser madre, ¿mirará su cine hacia el futuro?
—Creo que sí. Tanto en ‘Alcarràs’ como en ‘Verano 1993’ se habla mucho de la nueva generación, porque yo he vivido mi familia desde ahí, siendo niña, adolescente y adulta, pero desde la generación que llega nueva. Ahora eso va a cambiar. Me apetece mucho ver cómo me siento reviviendo la infancia de mi hijo y siendo parte de esa generación de en medio.
—Hay también memoria histórica y denuncia social. ¿La película es más reivindicativa de lo que esperaba?
—Todas esas capas estaban escritas y muy pretendidas. Yo trabajo muy en pequeño, en las relaciones de personajes, los gestos, en cómo se comunican. ‘Alcarràs’ es una película sobre la familia y sobre su poder y su fragilidad, por eso para mí ha sido muy bonito descubrir que, hablando desde lo íntimo, se puede hablar de lo político.
—¿El cine entonces es inevitablemente político?
—Total. Hacer una película ya es un acto político en sí mismo.
—En una época de ingente producción, solo lleva dos películas. ¿Es importante la pausa, digerir las historias, aunque haya mucho que contar?
—Sí. Hay una cosa que dice Lucrecia Martel, una directora argentina que me encanta, que es que la producción está sobrevalorada. Estoy súper de acuerdo. Pienso que nadie en el mundo está esperando mi película y que lo importante es que la hagamos bien y con el tiempo que necesita. Para mí, ‘Alcarràs’ es muy compleja a nivel narrativo, porque es coral y tiene muchos personajes, y es compleja también a nivel actoral, porque no todos son actores. Había que construir una familia, hicimos un año de casting y eso implica tiempo. Y el tiempo implica tener paciencia y confiar en el proyecto. También es verdad que nos pilló la pandemia y la tuvimos que posponer un año. Creo que la decisión fue buena, también dura. Cuatro años entre película y película, o con una película como ‘Alcarràs’, están bien porque, si no, no nos hubiera salido lo mismo. Es darle tiempo al proceso de creación para hacerlo como quiero y también para disfrutar lo que creo que es importante.
—Imagino que el salto económico también fue decisivo.
—Sin duda. Después de ‘Verano 1993’, tuvimos la suerte de poder acceder a un presupuesto más grande. Es verdad que es una coproducción, pero hay otras películas que con más presupuesto optan por coger actores muy grandes; en nuestro caso, nos ha permitido tener tiempo, un año de casting y ver a 9.000 personas.
—Y encontrar a los niños. Decía Hitchcock que una de las cosas más difíciles era rodar con ellos. Muchos directores los evitan, usted parece necesitarlos.
—Para mí, muchas veces es más fácil rodar con ellos. Hay que escogerlos bien, pero tienen la espontaneidad y la naturalidad que busco porque no tienen tanta consciencia de la cámara, de qué hay que hacer. Hay algo muy libre y creativo de trabajar con niños que para mí tiene mucho sentido por el tono que busco.
—Y los entiende.
—Sí. Lo relaciono con haber tenido una infancia vulnerable cuando pasó todo lo de mis padres. Eso ha hecho que empatice más con los niños.
Es muy importante preservar ciertas cosas pero también que las tradiciones se transformen si dejan de tener sentido»
—Dice que los niños aportan naturalidad. ¿Es importante que haya verdad en sus filmes?
—Para mí, es un punto de partida casi filosófico intentar contar la película desde los personajes. Cuando tienes clara esa premisa, hay muchas cosas que se colocan en su lugar, por ejemplo, dónde pones la cámara. Como cineasta, no pienso «esto es bonito, lo voy a filmar así», sino que la cámara es una más de la familia, en cómo contar la historia desde ellos. Eso hace que haya verdad y que la gente empatice. Nunca había sentido eso tan fuerte de que el lugar en el que colocar la cámara es una decisión filosófica.
—Dónde colocar la cámara también era muy importante para John Ford. En ‘Alcarràs’, no hay Monument Valley, pero sí algo de wéstern.
—Llamo a este sitio el ‘far west’ catalán por su paisaje: es muy llano, tiene una luz espectacular, esas montañitas que son como muy wéstern y algo con la masculinidad fuerte de los agricultores que trabajan la tierra que tiene puntos en común con el género. Bebemos de ahí y, de hecho, ‘Las uvas de la ira’, que Ford adaptó, fue muy inspiradora porque es una situación parecida a la de ‘Alcarràs’.
—La película no es optimista. ¿Se impuso la realidad al corazón?
—Quería un final feliz porque mis tíos siguen cultivando melocotones, pero es pesimista porque la gente está dejando las tierras. No hay relevo generacional y ese modo de hacer agricultura en familia está dejando de ser sostenible. También es optimista porque la familia sigue unida, aunque pierda las tierras. Y para mí la familia es un refugio, lo que siempre queda. L
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