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LIBROS

Azorín, ¡que no se borre la huella!

Decir que Azorín es hoy un autor leído en España sería mentir. Ni siquiera lo es entre los escritores y los periodistas (sobre todo los más jóvenes). Pero conviene recordar que, a veces, la mejor literatura puede encontrarse en las hemerotecas

Azorín, en una imagen de 1963

FRANCISCO FUSTER

Entre los historiadores de la literatura existe cierto consenso -lo explicó muy bien Ricardo Gullón- a la hora de considerar que, a las exageradas loas necrológicas que suelen acompañar la muerte de un gran escritor, sigue, casi invariablemente, un período -pongamos dos o tres décadas, en ocasiones más- durante el cual se impone un silencio, generalizado e inmisericorde, que cae sobre la obra de dicho autor como una pesada losa. Es el famoso purgatorio del que la mayoría no logra salir y del que, quienes consiguen escapar, lo hacen -eso sí- reforzados y orgullosos de haber «sobrevivido» a la difícil prueba del olvido.

En el caso concreto de Azorín, uno tiene la sensación de encontrarse ante un caso especial, no porque el alicantino no haya pasado por ese trance, sino porque su penitencia fue demasiado prematura (a pesar de haber escrito algunos libros buenos durante esos años, a nadie escapa que el Azorín que volvió del exilio y tuvo que convivir con la dictadura nada tiene que ver con el de antes del franquismo) y porque su salida de ese estado de expiación tampoco se ha producido del todo .

Un revolucionario

Como si nuestro protagonista habitara desde hace décadas -al menos las cinco que ahora se cumplen desde su muerte- en un terreno de nadie , convertido en una especie de fantasma o de reliquia de la que solo se ocupan los azorinianos: secta de eruditos extemporáneos, siempre a contracorriente de unos tiempos modernos en los que, ironías de la vida, parece no tener cabida quien en su día revolucionó la forma de escribir en los periódicos y representó, con sus novelas y con su teatro, la vanguardia de las letras españolas de su generación.

Decir que Azorín es hoy un autor leído en España sería mentir, igual que lo sería afirmar que sus libros, que se reeditan con cuentagotas, tienen los lectores que, por su valor objetivo, merecerían. Ni siquiera entre los escritores y los periodistas (sobre todo los más jóvenes), muchos de los cuales dudo que supieran enumerar tres de sus obras.

Por encima de modas

¿Con esto quiero decir que es un drama? Evidentemente, no. Que yo sepa, nadie se ha muerto por eso; pero sí considero que es una lástima (igual que lo es el hecho de que los estudiantes de filología o de periodismo no conozcan la obra de los grandes escritores de periódicos españoles, que no se les enseña en la facultad) porque, como han señalado quienes todavía forman parte de la «resistencia», leer a Azorín es aprehender un estilo y una forma de escribir, clara y sencilla , que jamás pasará de moda. Es verdad que quienes durante los últimos años han defendido la influencia que el autor de «La voluntad» ha ejercido sobre ellos han sido poco, pero también lo es que han sido buenos.

Lo hizo, por ejemplo, Mario Vargas Llosa cuando, mucho antes de recibir el Nobel, dedicó su discurso de ingreso en la RAE (1996) a «Las discretas ficciones de Azorín» , sorprendiendo a propios y extraños con la emotiva historia de amor entre un joven estudiante peruano y un prosista alicantino, autor de «uno de lo más hechiceros libros he leído», en referencia a «La ruta de Don Quijote» (1905).

Mario Vargas Llosa dedicó su discurso de ingreso en la RAE (1996) a «Las discretas ficciones de Azorín»

Lo ha hecho también -y no una, sino muchas veces- Andrés Trapiello , a mi juicio uno de los mejores lectores actuales del escritor monovero y, sin ninguna duda, de los que más esfuerzos ha dedicado a ponderar su figura y reivindicar su obra, no como raro objeto de culto, sino como algo que sigue vivo y que nos interpela.

Y no me olvido de Javier Cercas , a quien yo mismo he escuchado en directo ensalzar la obra de Azorín como la de uno de los autores a los que con más provecho leyó durante sus años de formación como estudiante e incluso siendo ya un profesor de universidad con clara vocación de escritor; de Antonio Muñoz Molina, quien siempre ha defendido el articulismo de Francisco Umbral, Josep Pla, Julio Camba o del propio Azorín, como una forma de gran literatura hecha por y para el periódico; o de Juan Manuel de Prada , que ha identificado a Azorín como el creador de un género híbrido, a medio camino entre la reflexión más culta y el comentario ligero sobre la actualidad, ideal para la prensa diaria.

Crónicas cervantinas

Veteranos del oficio como Manuel Vicent , que en 2012 escribió sobre él una semblanza, luego incluida en su libro «Los últimos mohicanos» (dedicado, precisamente, a los grandes periodistas españoles del siglo XX), o Raúl del Pozo , que hace apenas un par de meses le dedicó una columna en la que destacaba la «capacidad de seducción» de quien, según él, «tenía un encanto, un duende menor », también han señalado a Azorín como un referente para la profesión.

Entre los escritores y periodistas jóvenes es mucho más difícil encontrar este tipo de alusiones, pero siempre hay excepciones a la regla y ahí está para confirmarlo el caso de Jorge Bustos , quien no solo ha reivindicado a Azorín como el «padre de la crónica parlamentaria en España» (género que el propio Bustos conoce bien porque lo practica en la actualidad), sino que en 2015 aprovechó el cuarto centenario de la publicación de la segunda parte del «Quijote» para rendirle un emotivo homenaje a través de una serie de crónicas con las que recorrió la misma ruta trazada por Azorín cuando, en 1905, fue enviado por el diario «El Imparcial» para que describiese a sus lectores los escenarios en los que trascurre la novela de Cervantes.

Nadie los edita ni lee

Seguramente me dejo algún nombre (pido disculpas a los no aludidos), pero no hay muchos más. La realidad es que, por los motivos que sea (en unos casos el desconocimiento de la obra, en otros la incompatibilidad de gustos y en algunos -por qué no decirlo- la absurda y española creencia de pensar que uno solo debe leer y citar a aquellos autores con los que simpatiza ideológicamente), la huella dejada por Azorín en sus contemporáneos corre el peligro de desaparecer , como está pasando poco a poco con la de otros grandes periodistas (Wenceslao Fernández Flórez, César González-Ruano, Corpus Barga o Eugeni Xammar) a los que hoy ya nadie recuerda, porque nadie los edita y, por tanto, nadie los lee.

La narrativa actual transcurre por derroteros muy distintos a los que en su momento transitó nuestro autor (ya no les cuento el teatro) y el periodismo vive un momento de transformación, acelerada e incierta , en la que, a menudo, «lo último» se confunde con lo mejor, o con lo más bueno. Ojalá esta efeméride sirva para recordarnos que la mejor literatura no siempre -o no solo- se encuentra en las bibliotecas y que, a veces, conviene cambiar de raíz y darse un paseo por la hemeroteca, donde nos aguardan muchas sorpresas.

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