ILUMINACIONES
Alberto Giacometti, entre el ser y la nada
El escultor suizo expresa en ‘El hombre que camina’ (1961) el movimiento como metáfora de la existencia
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Iniciar sesiónFue Jean-Paul Sartre , amigo y admirador de Alberto Giacometti, quien tal vez definió con más acierto sus esculturas: «Están a mitad de camino del ser y la nada». Ambos se habían conocido en las calles de Montparnasse en la década de los ... 30 cuando el creador suizo vivía en París. Giacometti estaba fascinado por Rodin y por el surrealismo, las dos grandes influencias en su trayectoria.
Era imposible imaginar entonces que ‘El hombre que camina’, su escultura más emblemática, alcanzaría un precio de 58 millones de libras en una subasta de Sotheby’s en Londres en 2010. Era la llamada segunda versión de esta obra, adquirida por un comprador anónimo. Hay seis repartidas por todo el mundo, entre ellas, la del Museo Carnegie de Pittsburg, considerada la primera.
Fragilidad y determinación
‘El hombre que camina’ fue expuesta por primera vez en la Bienal de Venecia de 1961. Mide 1,83 metros, la estatura de un hombre alto, y está realizada en bronce. Estaba pensada para ser colocada en la explanada de la sede del Chase Manhattan Bank de Nueva York, pero Giacometti dio marcha atrás por diferencias con la comisión encargada de supervisar los trabajos.
El hombre que representa el escultor suizo, nacido en 1901, tiene los pies firmemente anclados en el suelo y está ligeramente inclinado hacia adelante. Mira hacia el horizonte con los brazos caídos. Su figura es estilizada, por lo que a lgún crítico bromeó con la idea de que padece de anorexia . Una visión muy simplista porque el trabajo de Giacometti sugiere una mezcla de fragilidad y determinación.
Giacometti estaba fascinado por Rodin y por el surrealismo, las dos grandes influencias en su trayectoria
Pocas veces se ha plasmado mejor la condición humana que en esta escultura en la que, según las palabras de su autor, pretende representar el movimiento como una metáfora de la naturaleza cambiante y contingente de la existencia. Lo expresó con estas palabras: «A pesar de mis esfuerzos, en aquellos tiempos no conseguía realmente tolerar una escultura que se limitase a dar una impresión de movimiento con un brazo o una pierna levantado. Quería plasmar un movimiento real y efectivo. Es más, quería dar la impresión de poderlo provocar».
‘El hombre que camina’ no es el fruto de la inspiración ni surge de ningún modelo . Es una obra largamente pensada y madurada a lo largo de dos décadas, desde que Giacometti se instala junto a su mujer en Ginebra en 1940. Es allí donde empieza a experimentar con el movimiento en sus esculturas, especialmente del cuerpo humano.
«La realización es un trabajo material que no tiene dificultades para mí. Es casi aburrido. Lo importante es lo que se tiene en la cabeza», explicó sobre sus métodos de creación. Giacometti era minucioso, paciente y perfeccionista . Al igual que Rodin, experimentaba sin cesar hasta hallar la idea que creía digna de ser materializada.
Como toda gran obra de arte, ‘El hombre que camina’ encierra un gran misterio. ¿Por qué esa figura nos subyuga, atrapa nuestra imaginación y se convierte en una representación de la condición humana? No hay respuesta a esta pregunta. Lo único que podría decir es que Giacometti transforma el metal en algo espiritual e intemporal.
Singularidad de lo real
Yves Bonnefoy , el eximio poeta francés, señala en un ensayo que para comprender su obra hay que advertir «una activa preocupación por el Otro». A Giacometti, según Bonnefoy, no le interesan las figuras imaginarias y abstractas, sino que siempre hay un reflejo de las personas concretas que le rodeaban. Su padre y su madre fueron objeto de observación en su juventud. Es a partir de la singularidad de lo real como expresa la universalidad del hombre. «Mis obras son copias de la realidad», dijo.
Influido por Breton y Freud , la estética de Giacometti está muy inspirada por el surrealismo, especialmente en sus años parisinos, ya que el creador suizo creía en poder del inconsciente y los deseos sobre la razón.
Hay en esta figura una hondura metafísica que Sartre captó mejor que nadie al mostrar esa falta de esencia, esa naturaleza vulnerable y doliente de un hombre que es puro movimiento, condenado a vagar por un mundo lleno de incertidumbre y en el que no es posible echar la vista atrás. «Pinto y esculpo para protegerme», afirmó. ¿Acaso no es ésa la razón de cualquier creación?
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