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Los «Cuentos completos» de E. L. Doctorow

El 21 de julio moría E. L. Doctorow. Además de novelas que ya son clásicos, como «Ragtime», nos deja sus «Cuentos completos». Una magnífica edición que sólo existe en español

Los «Cuentos completos» de E. L. Doctorow abc

rodrigo fresán

Prueba de que vivimos en un mundo cruel y muy imperfecto es que –de un tiempo a esta parte– al comenzar a buscar en Google, el tecleo de un E. L. ya no conduce automáticamente a E. L. Doctorow sino a E. L. James, (ir)responsable de Cincuenta sombras de Grey y sus derivados. No importa: aún así, el recientemente fallecido Edgar Lawrence Doctorow (el Bronx, 1931-Nueva York, 2015) continúa iluminando más allá de perversiones y aberraciones pasajeras con una obra coronada por estos Cuentos completos , primera edición en cualquier lengua y editorial, y preparada con su colaboración y entusiasmo hasta el final.

Y, de acuerdo, la recopilación de las ficciones más o menos breves del autor de clásicos modernos de largo aliento (como la novela político-familiar El libro de Daniel ; la caleidoscópica y fundacional Ragtime ; la variación gansteril à la Twain Billy Bathgate ; la belicosa y coral La larga marcha o el casi gótico urbano de Homer y Langley ) no ha sido considerada modélica o influyente.

Es verdad: nadie recordará a Doctorow única y exclusivamente por este libro que sí sirve para no olvidarlo. Cuentos completos no tiene el peso específico de otros monolitos como los que elevan al infinito y más allá a las piezas cortas de Henry James, Hemingway, Cheever, Barthelme o Carver.

Doctorow aparece hoy un tanto injustamente desdibujado

Tampoco, es cierto, los cuentos de Doctorow cuelgan parejos y en igualdad de condiciones junto a sus novelas (muchos de ellos tienen ese aire engañoso y desconcertante de una acuarela elegante ubicada junto a un mural portentoso); pero sí producen un efecto complementario casi por oposición más que interesante y digno de admirar. Porque mientras las novelas de Doctorow parecen proyectar la Historia en avasallante y panorámico formato cinemascope con múltiples efectos especiales, sus relatos optan por una domesticidad Super-8 que –como bien apunta Eduardo Lago en su precisa y justiciera introducción– no por eso se priva de susurros vanguardistas y estructuras raras para hacer comulgar la palabra History con la palabra story .

Doctorow es, sí, un escritor patriota en el mejor sentido del término y, de ordenarse cronológicamente las tramas de sus libros, se obtiene una versión alternativa pero fiel de siglo y medio de Historia norteamericana. «Sus libros me enseñaron mucho», agradeció Barack Obama a la hora de las elegías, el pasado julio, vía Twitter, mientras en su necrológica The New York Times lo definía como «viajero temporal literario».

Más que muchos

Aún así, Doctorow –grande indiscutido, best seller de calidad, constructor de rarezas experimentales como El lago o La ciudad de Dios , ganador de premios importantes– aparece hoy un tanto injustamente desdibujado junto a sus colegas de generación habiendo hecho mucho más que muchos de ellos. Un poco lo que sucedió en su tiempo con el también técnico-historicista y tan innovador John Dos Passos.

El tratamiento de lo verídico/ficticio de Doctorow –como en Dos Passos– ha influido en el aquí y ahora mucho más de lo que parece. Un crítico –con afinada gracia pop– propuso que ignorar a Doctorow era como ser fan de R.E.M. o The Smiths sin haber escuchado nunca a The Byrds.

Y, aún así, inevitables disonancias entre el público.

Saunders lo sintetizaba así: «Un escritor de una increíble valentía»

El propio contemporáneo John Updike –autor de las muy doctorowianas La belleza de los lirios y Hacia el final del tiempo – llegó a reprocharle a Doctorow una cierta actitud de titiritero/científico para con sus personajes inventados interactuando con personas verdaderas. Mientras que firmas supuestamente más aventureras (aunque Updike lo fue, y mucho) lo consideraran maestro e inspirador. A la hora de entregarle en 2012 el Premio PEN/Saul Bellow por toda su carrera, Don DeLillo celebró la manera como conseguía que «vidas simples adoptaran la cadencia de lo histórico» y George Saunders lo sintetizaba así: «Un escritor de una increíble valentía».

Cuentos completos –donde comulga el clasicismo de «El escritor de la familia» con la innovación de «Glosas de las canciones de Billy Bathgate», la polifonía dialogada de «Integración», la reescritura de un clásico ajeno en «Wakefield» o el monólogo/credo de «Vidas de los poetas»– es, aunque dolorosa y triste, la mejor despedida para darle renovada bienvenida a quien, en el prefacio a un volumen de sus ensayos, postuló que «subrayándolo todo –los destellos evocativos, el arduo trabajo con el lenguaje– está la creencia del escritor en una historia como sistema de conocimiento. Este conocimiento es similar a la fe del hombre del laboratorio en el método científico como camino a la verdad».

Y Doctorow fue un creyente que vivió para contarlo y contarla.

Y nada es casual –nada se pierde, todo se transforma–, la textura y modales de su última novela, El cerebro de Andrew (2014), hacen que se lea más como un cuento muy largo. En este, el más íntimo e interior de sus títulos, el narrador reconoce que «siempre he respondido a la historia de mis tiempos», pero acaba rindiéndose a la imposibilidad de contarlo todo.

De acuerdo.

Pero – Cuentos completos es prueba irrefutable de ello; y suma más su poético magnate industrial F. W. Bennett que el vulgar obseso sexual Christian Grey– Doctorow contó y cuenta mucho.

Hay que contar con Doctorow entonces.

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