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Skagboys»: Irvine Welsh y la «precuela» de «Trainspotting»

Welsh se ha pasado la vida reescribiendo «Trainspotting» e inventándole continuaciones. Ahora nos ofrece su «precuela». Prosa adictiva que no logra repetir el éxito de su primera novela

Skagboys»: Irvine Welsh y la «precuela» de «Trainspotting» abc

rodrigo fresán

Pocas cosas envejecen mas rápido y peor –y son más prontamente descartadas– que la obra de un escritor transgresor/generacional. Lo supieron en su momento gente como Francis Scott Fitzgerald , Henry Miller, Jack Kerouac, Jay McInerney, y así hasta alcanzar al muy vendedor pero ... cada vez menos interesante Chuck Palahniuk . Si hay suerte, más adelante aguarda la redención del redescubrimiento como clásico moderno o la revisitación en serie, como premio de consolación, en las fantasías de nuevos jóvenes lectores que tampoco tardarán demasiado en arrugarse para pensar en otras cuestiones. Sin embargo, peor es el olvido absoluto o la amnesia voluntaria de quien, muy de tanto en tanto, se preguntará: «Pero cómo es posible que yo haya leído algo así».

Irvine Welsh (Escocia, 1958) debutó a lo grande en 1993 con Trainspotting y una casi inmediata y muy exitosa adaptación al cine de Danny Boyle funcionó como regalo envenenado: el frenético musi-montaje à la MTV y un final que apenas escondía lo moralizante convirtieron a la novela en un decisivo pero efímero producto de su momento subrayando, además, todas sus buenas y muy superiores influencias, que iban desde guiños a La naranja mecánica hasta aires alucinatorios de un William Burroughs en versión lumpen-proletariat.

Versión drogota

Por encima de todo eso, claro (pero no lo suficientemente alto), estaba la prosa con enganche adictivo de Welsh y un reparto de formidables idiotas que en más de un momento evocaban a ciertos vividores todavía cogidos de los faldones de aquellos luminosos siniestros secundarios de primera patentados por Charles Dickens. A saber: Renton, Spud Murphy, Sick Boy y Begbie malfuncionando como una versión drogota de los Hermanos Marx . Seres que –como todo adicto– actuaban en base a la repetición, a ciclos cada vez más breves y cerrados, no en un Día de la Marmota sino en una Noche del Puercoespín llena de agujas de jeringuillas.

Estos antiheroicos heroinómanos regresaron en una segunda parte diez años después –la más picaresca Porno, de 2002– y ahora vuelven a nosotros para, en una precuela, revelarnos el que acaso sea el momento más interesante en la vida de todo incontrolado consumidor de sustancias controladas: la primera vez. Ese instante de gloria que ya nunca será igual; por lo que sólo queda el buscarlo una y otra vez con alguna desintoxicación que en muchos casos no será otra cosa que la renovada oportunidad de volver a empezar.

Welsh tiene ojo para el detalle sórdido y una adolescente necesidad de escandalizarAsí, Skagboys –más replay que reboot– nos lleva al thatcheriano Edimburgo de los ochenta y del no future. Y allí nos esperan nuestros conocidos de siempre, aún limpios e inocentes pero ya listos para subir hasta la más alta y vertiginosa de las caídas. Mírenlos y léanlos saltar sin red.

Y el problema aquí es el de toda la literatura con drogas en general (¿tiene gracia mirar a otros drogarse?), al que se le añade el de Skagboys enparticular: ¿tiene gracia seguir leyendo cómo se drogan estos tarados?

La respuesta es sí y no. Queda claro que Welsh cree mucho en lo suyo y en los suyos y que, a diferencia de su alguna vez compañero de letras a esnifar Will Self, no le interesa parecerse a –o que le encuentren parecido con– James Joyce. Por lo tanto, esto es más de lo mismo: estructura en viñetas (Begbie ya reaparece también en un cuento de Col recalentada); la alternancia de voces en primera y tercera persona bien trabajadas a partir del dialecto y el slang; el apunte crónico-político que reflexiona acerca del consumidor como individualista absoluto en una sociedad consumidora; la figura femenina como herramienta para misóginos intentando romper récords sexuales; el ojo clínico para el detalle sórdido; una insaciable y adolescente necesidad de escandalizar a quien pasa por ahí, y el ocasional relámpago de un chute de emoción. (Impagable e implacable es el pastiche de Welsh que el feroz Edward St Aubyn incluye en su reciente Lost for Words.)

Las ruinas de un hijo

Lo que pasa es que aquí no pasa gran cosa y que las repeticiones (como se dijo, marca de la casa de aquellos siempre tramando la próxima dosis) no son el mejor marco para algo con pretensiones de saga decimonónica. Todo se limita a la paciente construcción para la impaciente autodestrucción; y es por eso por lo que se destaca la sección que nos trae al padre del sensible e intelectual Renton, arrasado ante las ruinas de su hijo, preguntándose cómo el país se fue a ese lugar del que no se vuelve ni se vuelve a empezar.

Antes y después de eso, la rareza de estar inyectándose algo cortado y un tanto impuro: la demasiado larga Skagboys (que incluye innecesarias variaciones sobre pasajes que ya leímos hace tanto pero no olvidamos, como eso de hundirse en la mierda) tiene todos los defectos de una primera novela y nada de la extática y peligrosa sorpresa de aquella ya magistral y clásica e iniciática primera vez en que nos convidaron –gratis, antes de empezar a cobrarnos– a nuestro primer Trainspotting.

Skagboys»: Irvine Welsh y la «precuela» de «Trainspotting»

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