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ARTE

La Fundación Miró ante la representación del horizonte en la pintura contemporánea

«Ante el horizonte», en la Fundación Miró de Barcelona, sitúa al espectador frente a esta línea imaginaria, tal y como la han representado los artistas desde la modernidad hasta hoy

La Fundación Miró ante la representación del horizonte en la pintura contemporánea abc

JAVIER DÍAZ-GUARDIOLA

Partamos de la base de que la línea del horizonte es una convención cultural. No hay ningún extremo del planeta en el que el cielo (inconmensurable) y la tierra (redonda) se encuentren en la lejanía en una recta infinita. Por eso, los artistas que más airosos han salido en su representación (como da cuenta esta exposición de la Miró) son aquellos que han retorcido el concepto, los que han hecho saltar por los aires las fórmulas más canónicas. Es el caso de Perejaume, cuyos «Cuatro horizontes» (1991) son las molduras de cualquier cuadro al uso, estofadas y manipuladas hasta «dibujar» estructuras sinuosas más cercanas a unas ramas que crecen en libertad que a unos encorsetadores y rectos límites.

Se enfrenta un capricho personal como Raurich con un pop como Alex Katz

Perejaume se acompaña en la primera sala de «Ante el horizonte» (titulo de la muestra) de sendos trabajos de Modest Urgell («Paisaje», 1919) y Joan Miró («Pintura», 1973). Definitivo el del primero en el segundo (es la pintura que descansaba en el hall del hotel Majestic y que el catalán pasó las horas contemplando cuando se alojaba allí), que a su vez han influido en el tercero.

Miró es la «pieza» que ancla este proyecto con la fundación que lo alberga («un artista que siempre trabajó conceptos como los de lo telúrico y lo cósmico –explica Marina Millà, la comisaria– y que aquí descubrimos como pintor de horizontes»), y esta triada, una de las «conversaciones anacrónicas»(actualizando a Didi-Huberman) que su responsable ha querido montar a lo largo del recorrido y que nos trasladan, en una línea imaginaria, de la modernidad hasta hoy.

Líneas que se tensan

Loable pues, que la comisaria renuncie a la distribución cronológica, estableciendo correspondencias entre artistas de diferentes generaciones, planteamientos teóricos y resultados estéticos. Pero es algo más complicado de entender que el despliegue se realice entonces por ámbitos geográficos.

A los tres artistas que funcionan a modo de prólogo les siguen otros alemanes, suizos y nórdicos («los primeros que –en palabras de Millà– pintaron el horizonte con ojos modernos»): son los casos de Arnold Böckiln (con la obra más antigua de la muestra), Klee, Gerhard Richter, Valloton o Anna-Eva Bergman . A los centroeuropeos siguen los franceses (Dufy, Vuillard, un delicadísimo pliegue de François Morellet, que da cuenta de las posibilidades expresivas de la abstracción) o «afrancesados» (Calder), con un apartado para las marinas como subgénero (si es que el del horizonte acaso lo es), en el que un Dalí en los inicios de su carrera coquetea con un Max Ernst en los albores de la suya.

Quizás porque su lectura es más libre, la escultura es su capítulo más memorable

Líneas invisibles como estas son las que enriquecen el discurso de una muestra en la que se pierde la gracia cuando estas se «tensan». De hecho, los capítulos que más chirrían son los que tratan de establecer una comparación entre una veta occidental sometida a la rigidez de la perspectiva y una oriental que fluye sin prejuicios (Sugimoto versus Nolde o Beckmann frente a Yayoi Kusama), o cuando se intenta establecer una conexión entre Cataluña y EE.UU. (por soñar, que no quede) y se enfrenta a un matérico Tàpies o un capricho personal como Nicolau Raurich (que además repite con dos piezas) con un pop Alex Katz o un minimalista Fred Sandback.

Reconoce Millà que uno de los capítulos que al final no fraguaron era el que debía versar sobre la negación del horizonte. Ahí sí tenían sentido sus artistas japoneses, así como el monocromo vertical (y verde) de Yves Klein o uno de las composiciones invertidas de Baselitz, ahora en secciones como las de la espiritualidad o el fin de la poética del paisaje, respectivamente.

Intercambio de cromos

Es esta una exposición de pintura («que no de paisajes», especifica la comisaria) que se expande a la foto y la escultura. En esta última encuentra su capítulo más memorable, quizás porque su lectura es más libre. En líneas del horizonte se convierten un neón de Flavin, el agua pigmentada y contenida en un cubo de Ann Veronica Janssens y el «Dique» que interrumpe el paso de Carl André . Precisamente esta pieza hace de bisagra con la segunda parte del recorrido, que deposita su mirada ahora en EE.UU..

En Olafur Eliasson, el horizonte se convierte en límite vertiginoso

Y desde ahí se despliega la fotografía de Ansel Adams (enfrentada a la abstracción de Agnes Martin, «a falta de un rothko», intuimos sin rubor); la proyección sobre la instalación de una valla continua en el desierto californiano de Christo y Jean-Claude («Running Fence», 1978) y el triángulo que conforman otras tres líneas de fuga: los «skylines» de San Francisco (E. Muybridge), Los Ángeles (Ed Rucha) y Nueva York (pese a que Roni Horn esté más interesada, aquí, en el Ártico).

Sesenta obras (que en este intercambio de cromos podían haber sido 55 o 65, u otras tantas), que tras una lectura postcolonial (Isaac Julien y Zineb Sedira), se cierran en un epílogo con dos piezas de excepción de Magritte y Monet ante las que mantienen el tipo un contenido Antoni Llena y un recientísmo Olafur Eliasson , y en los que, nos cuentan, la línea del horizonte se convierte en el límite vertiginoso (y trasnochado) en el que el pintor se enfrenta al «misterio» de la técnica. Entonces, la línea se quiebra.

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