Coetzee: : «Las palabras no traducen la pintura, apenas la sustituyen»

Cinco años después de su última visita, en 2018, el premio Nobel inaugura el ciclo 'Escribir en el Prado'.

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J.M Coetzee en la galería principal del Prado ABC

John Maxwell Coetzee (Ciudad del Cabo, 1940) es seco y distante. El Nobel sudafricano, alguien capaz de salpicarnos en la ficción con la sangre de un pastor alemán, parece incómodo en el mundo real. Al hablar, apenas levanta la ceja o mueve una mano. ... Desde hace unas semanas, el escritor completa una estancia en el museo del Prado. Es el primero en formar parte del ciclo creativo 'Escribir en el Prado', y que ha permitido a los lectores escucharlo durante la sesión 'Los lenguajes del arte', una conversación que sostuvo con su traductora Mariana Dimópulos en al auditorio de la pinacoteca.

De estos días habrá de salir un texto que será publicado en la revista 'Granta' y en el que el Nobel habrá de volcar sus vivencias en las antiguas galerías del museo. Palabras e imágenes: dos lenguajes, un espacio y un mismo oficio, crear un mundo. Tras agradecer con unas breves palabras en un español rocoso y esforzado, Coetzee entró en materia. Se valió para ello de 'La construcción de la torre de Babel', de Pieter Brueghel. «La arrogancia de tratar de construir una torre tan alta que llegara al cielo y nos colocara a la misma altura de Dios, y en la que nadie podría entenderse, tiene un doble significado: es una advertencia y la necesidad de un idioma común».

La última vez que J. M. Coetzee visitó España lo hizo en 2018 para presentar 'Siete relatos morales' (Penguin Random House), un libro que publicó primero en castellano, en exclusiva en todo el mundo, y en el que retomó a Elizabeth Costello, para muchos su alter ego femenino, la anciana escritora que da nombre al libro publicado hace ya más de una década, y que aparece nuevamente en 'La vida de los animales' (1999) y 'Hombre lento' (2005). Un lustro más tarde, el Nobel ha glosado a un 'San Jerónimo leyendo una carta', lienzo de Georges de La Tour de la colección del Prado; a la 'Joven leyendo una carta', de Vermeer, o al 'Papa Inocencio X' de Diego Velázquez. «¿Podemos traducir las imágenes con palabras? No. Velázquez no necesitó palabras. Las palabras fallan cuando intentamos traducir una imagen. Apenas pueden sustituir, no traducir».

Fusilamiento de Torrijos

El Nobel se detuvo en el 'Fusilamiento de Torrijos'. «Es el retrato de unos hombres que están a punto de salir de la vida. Al fotografiar, disparamos con una cámara. ¿Qué es entonces traducir una imagen? Se trata de mirar a los ojos del sujeto como ellos nos miran a nosotros, como lo hacen los seres de Velázquez o los fusilados de Torrijos».

La literatura de Coetzee produce lo que la cal al contacto con la piel y por eso ha posado su mirada en la forma de mirar lo trágico. Si lo hizo en 'Desgracia' (1999) con David Lurie, un profesor expulsado de la Universidad por forzar a una alumna a tener relaciones sexuales, y acaba mudándose con su hija a una Ciudad del Cabo aún castigada por el apartheid, lo hace otra vez en su mirada sobre las obras de Antonio Gisbert. Coetzee se asume como un espectador que pasa de infligir dolor a recibirlo.

Si J.M Coetzee es un escritor mayúsculo es porque el cemento de su obra se sostiene en aquello que no dice, en todo cuanto no explica. Sus novelas son pura imagen. Lo demostró en 'Esperando a los bárbaros', una parábola del apartheid y el racismo, una ruina que Coetzee vivió en carne propia en Sudáfrica, lugar en el que nació y del que se marchó definitivamente, hasta nacionalizarse como australiano. Esa querencia hacia lo desnudo y lo rudo se manifiesta esta tarde con toda su parquedad y desafección.

Las novelas de Coetzee no buscan ser hermosas, aun siéndolo. Nos sobrecogen porque son terribles. Y es en esa mirada que muestra esta tarde en el museo del Prado. El espíritu de 'Esperando a los bárbaros' (1980) se extiende por toda su obra, una bruma parca. Pocas palabras, penetrantes. Ocurre en 'Vida y época de Michael K' (1983), 'El maestro de Petersburgo' (1994), Desgracia (1999), así como a su serie de memorias noveladas formadas por 'Infancia', 'Juventud' y 'Verano' o su más reciente trilogía sobre un mundo sin memoria y en el que, para sobrevivir, todos han olvidado sus recuerdos. «Hay una economía y una simplicidad que la imagen posee y que el lenguaje apenas puede conseguir».

La conversación, en ocasiones estanca y falta de sentimiento, pasó por todas las reflexiones posibles sobre la traducción de una obra a otro lenguaje. «Un traductor se significa no en el mundo que intenta traducir, ni siquiera en la atención que presta a ese mundo o a su lenguaje, sino en las palabras de ese lenguaje a las que renuncia ara que la traducción sea exacta», dijo a su traductora. También habló de su creciente interés por el español y otras lenguas, incluso por encima del inglés. «Cuando empecé a escribir esta última serie lo hice en un momento de profunda desilusión del papel del inglés, del papel político de ese idioma».

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