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Críticas de los estrenos del 18 de enero
«Lincoln», «Django desencadenado», «Tabú», «Nameless Gangster» y «Moscati», novedades de la cartelera
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«LINCOLN» ****
OTI RODRÍGUEZ MARCHANTE
Aquel joven Lincoln de quien hizo balada John Ford hace casi setenta y cinco años lo recoge ahora Spielberg como un hombre ajado por la masacre, la responsabilidad y el reto moral y político de no renunciar a la batalla ( ... la décimo tercera enmienda) a cambio de ganar antes la guerra (de Secesión). Un magnífico trabajo de arquitectura para enaltecer la escultura: la época, la contienda bélica y política, el paisaje pisoteado, el Parlamento en pie y una raza de puntillas y a la espera de la abolición de la esclavitud, y en el centro, la escultura, el líder alto y encorvado, calculador, brillante, que ensarta anécdotas, aún más honrado que su honradez pues sabe renunciar a ella..., y marido incierto y padre miedoso..., el espesor cromático que le impone Spielberg, o Daniel Day Lewis, al personaje compone con grandeza ese cuadro en el que se contempla la geografía y la historia, pero también las nimiedades del individuo justo antes de convertirse en material noble.
El Spielberg de narrativa cómoda y prevista se impone aquí el desafío del escaqueo con una gigantesca ofrenda a la elipsis: hay tanto que no muestra, tanta Historia en otro lado, y hay tal ambición por cambiar la cámara (el ojo) "del" sitio, hasta el punto de eludir el asesinato e irse a otro teatro, o fijarse en un sencillo salón mientras se vota la crucial enmienda (poética fordiana en esa escena a contraluz con su hijo pequeño), o en una sencilla conversación con dos telegrafistas. El efecto es, desde luego, asombroso: te cuenta lo mayúsculo con lo diminuto y te habla del Individuo con las personas. Y hay, en cambio, un desplazamiento de flujos mayúsculos a lo elemental del hombre, no del personaje, y así adquiere tonalidades trágicas (shakespearianas) su relación con su esposa, una magnífica y macbethiana Sally Field, y con el hijo mayor, un edípico Joseph Gordon Levitt.
Es inenarrable la capacidad de Daniel Day Lewis para darle trascendencia a cada gesto, a cada movimiento, para albergar la contrición, o la constricción, o la contracción o contradicción en su rostro; como lo es la potencia de Tommy Lee Jones dentro del iluminado Thaddeus Stevens, la radiografía del alma de un político de altura, con cuya voz tonante incendia el Congreso y la película.
«DJANGO DESENCADENADO» ****
O. RODRÍGUEZ MARCHANTE
Aún se está buscando en el mundo algo de lo que Tarantino no pueda echarse unas risas, y la secuencia de los miembros del Ku Klux Klan quejándose por lo mal hechos que están los agujeros para los ojos en sus capuchas hace sospechar que nunca se encontrará ese algo. Ese momento, como otro centenar de ellos en «Django desencadenado», convierten a Tarantino en el único cineasta por encima del bien, pero sobre todo del mal, y de los poquísimos que saben que el gran sentido del humor no le perjudica ni a la verdad, ni a la seriedad, ni al análisis, ni a la honradez... Con la carcasa de un magnífico western a la carbonara (música, zoom, estilo, presencias como la de Franco Nero), Tarantino se adelanta un par de años a la historia de Spielberg, su Lincoln y su décima tercera enmienda y convierte en Sigfrido a ese negro desencadenado que interpreta Jamie Foxx y sus increíbles peripecias para rescatar a su Brunilda, esclava en una plantación.
El santiamén que son las tres horas que dura comienza con el espectáculo de Christoph Waltz y su personaje de caza recompensas alemán con la misma labia, ironía y crueldad que el coronel Landa de «Malditos bastardos», aunque ahora, digamos, del lado bueno y con el pedal de la risa pisado a fondo. Aunque secundario, nadie le quita el protagonismo hasta que aparece DiCaprio, excelente, perturbador..., y es entre ellos donde uno vuelve a bendecir el duelo. Aunque tal vez sea aún mejor el duelo entre el esclavista DiCaprio y su negrote de confianza, un excelso Samuel L. Jackson. Tal y como pretende siempre Tarantino con su cine, tenazmente amoral, un fondo sucio, o caradura, o malvado impregna a sus personajes independientemente del color, clase o condición, con lo que su firme alegato contra la «américa» esclavista y contra aquellos sólidos principios racistas de su país se realiza sin presunciones éticas y, por supuesto, sin petulancia: sólo sentido del ritmo, del entretenimiento, del humor y con ese «made in tarantino» de la incontinencia en metralla y sangre. Y tal vez esté ahí, en su genial sello de ligereza y banalidad, lo más reprochable del filme, un western deslumbrante en el que te diviertes y te ríes como si estuvieras haciendo algo guarro. O quizá no sea sólo eso y hable más de la venganza que de la abolición de la esclavitud.
«TABÚ» ****
ANTONIO WEINRICHTER
Esta es una de esas películas que dividen a los críticos, lo que quiere decir que el público se pondrá de parte de aquellos a quienes no les gustó, como ha ocurrido en Inglaterra. Miguel Gomes (que ya antes había dirigido «Aquel querido mes de agosto», hermosa hibridación de documental y ficción que no salió del «mundo festival») propone aquí un doble viaje. A Mozambique, por un lado, a ese Africa colonial portuguesa que es un pasado evocado con espesa melancolía para los viejos que aparecen en el primer bloque: sí, este es un filme partido en dos, como ahora es moda en esta era de la meta-narración. Pero sobre todo es un viaje al imaginario del cine (por eso es en blanco y negro), a ese cine novelesco, melodramático, que ahora llamamos clásico.
Gomes sabe que ya no se puede hacer cine así (frente a otros cineastas que se empeñan en no darse por enterados) y eso le confiere a su trabajo una pátina de melancolía adicional: a modo de ejemplo externo al filme pero revelador, durante el rodaje la Kodak les comunicó que dejaba de fabricar celuloide en blanco y negro. Presidido por una voz en off que es un bellísimo ejemplo de cine literario o de conjunción de la imagen con la palabra, el bloque africano es una emocionante visitación de un tiempo perdido, la versión hardcore de «The artist» para quienes no teman ver una película presidida por un efectivo distanciamiento.
«MOSCATI: EL MÉDICO DE LOS POBRES» **
J. CORTIJO
No oculta esta película (en realidad, un telefilme emitido en 2007 en Italia, cuando Berlusconi aún era viejo, adivinen de qué color) su condición de «vida de santo» y su alma, más que blanca, inmaculada. Pan comido para Giacomo Campiotti, que por algo se atrevió a meterse entre pecho y espalda todo un «Doctor Zhivago», también para la pequeña pantalla. Aquí, unta en la grande la sacrificada biografía de Moscati, un médico napolitano de inicios del siglo XX volcado en el cuidado de los más débiles. Entre cataplasma y cura espiritual, se desliza algo de romance (con ecos lejanos a «La mejor juventud») y de manto histórico a ritmo de tarantella. En fin, una cinta «visible» y tan amable como la sonrisa de Clive Owen dopado del protagonista.
«NAMELESS GANGSTER» **
JOSÉ MANUEL CUÉLLAR
Que si el Scorsese oriental, que si es la película que le hubiese gustado filmar, que si patatín o patatán. Chorradas. Se trata de un canto a la supervivencia de un tipo gris que se mueve en zonas pantanosas y logra salir a flote con habilidad. Pero nada está bien retratado. El guión es infantil, las reacciones de los personajes son absurdas y, sobre todo, el balance global de la película se viene abajo ante el eterno dedito de los actores. Ese dedito que señala al interlocutor día, tarde y noche, sea comedia, drama o suspense, ese dedito que intenta enfatizar la frase y que quedó obsoleto ha tiempo, pero que los veteranos no puede obviar. El dedito se carga la película, pero también la ingenuidad de un guión que pretende ser un escándalo social y se queda en la norma habitual del día a día.
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