Chocolate, el genio de la botella

La anécdota, sin embargo, no termina ahí. Aquella noche, en el escenario del New York City Center, alguien desde el público le gritó que cantara el más popular de sus fandangos: 'No quitarme la botella'. «¡Chocolate, la botella!», sonó desde el patio de butacas. Al escucharlo, el cantaor, con la cabeza todavía en aquel caprichoso charco de Whisky entre cristales, se levantó de la silla con un mosqueo como una seguirilla de grande. La vida, a veces, es solo un malentendido.

Tenía genio Chocolate. Por eso cantaba así: entre el cobre y la espuma, siempre ajado, al filo de caer por un precipicio entre un tercio y otro, pero sin ceder un ápice. Se cumplen 90 años de su nacimiento este 4 de mayo de 2023. Carrión, su último cómplice, lo recuerda así:

«Como cantaor fue excelente. De inspiración. No le gustaba el toque con florituras, por eso si te extendías demasiado se me te metía cantando en la falseta. Como persona, en quince años que estuve con él nunca tuve un más y un menos. Tenía una presencia que imponía muchísimo, y él lo sabía. Se aprovechaba. Por eso eso en los festivales, cuando veía guitarristas jóvenes, antes de empezar, les decía: '¿Me quieres acompañar un poquito por soleá?'. Y los jovencitos lo hacían encantados, pero con un miedo tremendo. Y él empezaba cantando: 'A la mare de mi alma...'. Y paraba para corregirlos: 'No, no. Esa nota no está bien. Es mi. Porque es mi mare'. Se quedaba con ellos. Tenía arte, guasa y un gran corazón».

Antonio Núñez Montoya, que así se llamó, nació en Jerez, pero siendo un niño se traslada a Sevilla. En concreto, al nada flamenco barrio del Porvenir. En la Alameda y en Triana, no obstante, entra en contacto con algunos de los creadores e intérpretes más destacados de la historia. Es curioso cómo el mayor seguidor de Manuel Torre, ese que inspiró a Lorca para su 'Romancero', no conoció a Manuel Torre, porque este, básicamente, murió cuando él tenía tres años. Aún así, entronca dos épocas. Por un lado, conoce a la Niña de los Peines pletórica de facultades y a Pepe Pinto, su marido. A Manolo Caracol, Mairena, El Niño Gloria, Manuel Vallejo, Centeno, Tomás Pavón… Toda una generación dorada que llevó el flamenco a las plazas de toros y lo vistió de esmoquin.

Por otro, desde los 60 hasta que fallece en 2005, comparte cartel con unos jóvenes Camarón de la Isla y Lebrijano. Con Menese, Paco de Lucía y aquellos tipos que vinieron a zarandear de nuevo los cimientos. Su cante, por ello, está entre dos tiempos. Fue un niño prodigio primero. Gitano ennegrecido de gracia entre mayores que pasó a ser un maestro inmediatamente después, justo al rodearse de aquellos geniales adolescentes en los 60.

Iba en moto a los festivales por unas carreteras que, como imaginan, no son las de hoy. Lo hacía de noche. Además, cuando la conciencia en torno a las botellas y sus peligros aún habían de revisarse. Siempre le acompañaba su esposa, Rosa Montoya. Sus soleares iban así sobre ruedas y entre amores. Al final de sus días, cuando más se le olvidaban las letras por fandangos, su mujer, desde la primera fila, era la encargada de recordárselas sobre la marcha. A veces tenía que ser el guitarrista quien le refrescara los versos. Otras, directamente, paraba en mitad del fandango y volvía a comenzar, haciendo partícipe al público del conflicto: «Esperad que la saco». Y si una noche, sobre el escenario, su relación con los duendes no era demasiado estrecha… culpaba, también con arte, al tocaor, que no lo estaba incentivando con sus bordones. La vida es un malentendido, pero también una reacción pertinente para salir airoso.

La verdad es que las letras se le enredaban en la cabeza, pero por la boca le salían diáfanas. Cuenta El Lele, cantaor de Camas, un episodio insólito al respecto: «Chocolate se puso a gusto y cantó tres veces seguidas el mismo fandango en una actuación en la bodega Montilla Moriles. Pues las tres veces puso al público en pie. Jamás he visto cosa igual». La mayoría, seguramente, tampoco.

Su genialidad pasa por ahí. Canta como se descorcha un vino espumoso. Lanzándose. Tan emocional parece su versión de la seguirilla de Manuel Molina 'A clavo y canela' o malagueña del Mellizo 'Serían las dos de la noche' que solo tiene punto de partida. Su cante es escritura automática. Un cerrar los ojos para abrir las heridas. Descoser sin consenso las costuras. Abrazarse a la música desde el grito; siempre gutural e imposible de emular desde una academia. Chocolate le puso caramelo a las rejas de la ventana de una amante dentro de una soleá. Retrató por tarantos las espuelas de un caballo. Escuchó al Sordillo de Triana buscando el sonido de su eco por los soportales, de vuelta a casa, y captó múltiples expresiones hasta hacerlas propias. Fue testigo urgente antes de convertirse en parte veterana. Un magistral intérprete y creador tan personal que apenas deja hoy escuela, aunque su legado siga habitando en la garganta de unos pocos: Pedro El Granaíno, por ejemplo. Su queja, afillada, untuosa, hirviente, parece hoy la crónica de una muerte anunciada.