Antiutopías
Adiós, Jorge Edwards
Nadie pasó por el mundo con tanta discreción, generando tanto alboroto
Muere Jorge Edwards, un escritor a contracorriente
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Iniciar sesiónHasta hace unas décadas era frecuente que a las embajadas latinoamericanas llegaran jóvenes letraheridos, sobre todo poetas, creyendo que la compatibilidad de la diplomacia con el whisky, los viajes y el ocio sería un oasis que les permitiría escribir sin refundir las musas entre ... los protocolos. Jorge Edwards fue uno de ellos, el último exponente de esa noble tradición, la del diplomático letrado. También quien acabó alertando del engaño, de la ilusión, del horror: ¡los diplomáticos sí trabajan! Ese trágico descubrimiento lo forzó a honrar, con admirable éxito, ambas misiones, la de crear y la de representar.
Tenía madera. Jorge ostentaba las formas de un lord británico acostumbrado a medir el azul de la sangre a los nobles, la sonrisa pícara labrada en los amaneceres gozosos de los antros latinoamericanos y el universalismo típico de los hispanohablantes, esa curiosidad omnímoda por saberlo todo del mundo entero aun sabiendo que al mundo entero le importamos un carajo.
Lo paradójico es que su mayor éxito literario resultó de su único fracaso diplomático, aquella honrosa expulsión de Cuba en 1971, preámbulo del desencanto de los intelectuales con el régimen de Castro y tema de 'Persona non grata'. Su relato de aquellos días no sólo era un testimonio inapelable del infierno real que resulta de las fantasías utópicas y una advertencia sobre la instrumentalización que el poder hace de la cultura. También era un acto de rebelión contra el autoritarismo, el mito revolucionario y la diplomacia misma. Un grito de libertad literaria.
Escritores y críticos chilenos destacan la gran generosidad de Jorge Edwards
María J. ErrázurizConcordaron que en su país no tuvo el reconocimiento que merecía más allá de obtener el Premio Nacional de Literatura
En medio de una generación, la del Boom, a la que el azar premió con enormes virtudes, a él le tocó el talante escéptico, una actitud risueña que le permitió observar con sabia ironía la vida, la suya, la de Neruda, la de Joaquín Edwards Bello, para traspasarla luego a las páginas de libros que podían ser memorias, ensayos, ficciones o un poco de cada cosa. De su admirado Montaigne quiso adquirir «el sentido natural de la muerte». Y estoy seguro de que lo consiguió. Nadie pasó por el mundo con tanta discreción, generando tanto alboroto.
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