ABCBares, la gran extinción#CancionesDeBar
ABC/ Miguel Muñiz

Cerrados por pandemia: la vida de pueblo se enfría como el café

Cerrados por pandemia: la vida de pueblo se enfria como el cafe, por Erika Montanes, Enrique Delgado, David Gomez y Javier Lopez - ABC.es
por Érika Montañés, Enrique Delgado, David Gómez y Javier López

El pasado 27 de octubre, Aragón confinó perimetralmente sus «fronteras». Al amanecer del primer día de ese nuevo y «regional» estado de alarma, atravesar de extremo a extremo la provincia de Teruel por la N-211 es serpentear una estepa yerma de asfalto jalonada de un único cartel: cerrado por pandemia. No se sabe a estas alturas si alguno de esos bares de carretera volverán a abrir sus puertas, pero lo que sí cuentan en los pueblos que cincelan ese recorrido es que la vida rural se enfría como el café si estos locales se esfuman. Son «el azucarillo» de cada mañana en La Mata de los Olmos, Monreal del Campo, Castellar de la Muela o Anquela del Ducado, cuando se juntan las gentes de estos municipios de Teruel y Guadalajara a tomar el «carajillo» y echar la charradica», como se dice en estos lares. La vida normalizada d» los pueblos, especialmente los de la España vaciada, nace en estos puntos de reunión. Sin ellos, el testarazo que se asesta a la calidad de vida de las diminutas localidades es bestial.

El bar Casa Foz, de Valdeltormo (Teruel)El bar Casa Foz, de Valdeltormo (Teruel).
El bar Casa Foz, de Valdeltormo (Teruel) ABC

La onda expansiva llegará a la estabilidad emocional. Y a la rutina de cada cual. Estamos hablando de negocios que hacen de servicios que acaban supliendo la dejadez o dificultad de lo público. Allá donde no llega el ayuntamiento, la diputación provincial o el Estado, ahí llega el bar. Encontramos en la travesía bares que se tornan en ultramarinos o en colmados, despachan el pan, son discotecas o pubs de noche (cuando les dejaban), tienen servicios de correo y paquetería y se transforman y «trasvisten» para dar al consumidor lo que necesita. «El pueblo se resiente» si flaquea un bar, o si el dueño se pone malo, dicen dos ancianos a la puerta del bar Casa Foz, en Valdeltormo (Teruel). Es el primer día de nuevas restricciones por la alerta sanitaria de nivel 3 en la Comunidad, con el interior de los bares vetado al cliente y las terrazas vacías, con aldeanos esporádicos que se sientan tomar un café porque hace un frío que pela. En tierras tan gélidas como las turolenses, «parece mentira que hayan impuesto tomar el café en las mesas de fuera», se quejan estos paisanos. Dentro, el empleado de Lourdes, la dueña, Óscar Garrido, entra y sale con los pedidos. Contados. «Hasta el fin de semana pasado, venían muchos catalanes (la comarca del Matarraña linda con Tarragona por el extremo este de la provincia), pero ahora no viene ya nadie». La gente de este pueblo, enclavado en la que dicen es la «Toscana» ibérica, tampoco asoma apenas la cabeza. Con 279 habitantes, la Brasería La Vall y bar Casa Foz son los únicos lugares donde parar: el primero para comer, el segundo como punto de reunión, la partida y el café rápido antes de «enganchar» en el campo. Óscar dice que les salva ser también estanco. En la esquina norte del establecimiento, vemos cómo se dispensa el tabaco y menesteres postales. «Si cerrara el bar, sería un desastre. Es lo mismo que si cierran un ambulatorio o un colegio. O peor. Sin bar, no hay pueblo», recoge María, que barre la puerta de su casa, cercana al establecimiento ubicado en la Avenida de Aragón, la misma que se coge «para ir a la playa».

«No hay jóvenes»

Óscar, de mediana edad, no cavila. «En este bar no se mezclan aldeanos viejos y jóvenes, porque en este pueblo ya no quedan jóvenes». Todos se han ido a las ciudades y, con pandemia, no han vuelto ni para seguir dando alas a la vida del pueblo. A la misma hora, los servicios de hostelería protestan en el centro de la capital provincial con un grito unánime, que trasmite el presidente del gremio y empresario andorrano Juan Ciércoles: «No nos quiten los bares porque nos están quitando la vida».

Bar El Horno, en el Cubo de la Solana.Bar El Horno, en el Cubo de la Solana.
Bar El Horno, en el Cubo de la Solana ABC

Misma situación en la provincia hermana «vaciada», Soria. El cielo está encapotado, hay solo un puñado de grados en el termómetro, amplios campos de labranza y una carretera estrecha. Al fondo de la foto aparece el Cubo de la Solana. Es el pueblo cabecera del municipio, que apenas reúne a 48 habitantes por las 184 personas censadas. Y es el único que tiene bar. Se llama El Horno y a su cargo están Miguel Ángel Ramírez y Amalia Escuín. No les asustó el frío y cambiaron Alicante por los campos de Castilla. Las paellas, eso sí, se las trajeron y en poco más de dos años ya han cogido fama.

El local luce engalanado con carteles reivindicativos. No piden combatir la despoblación ni nada parecido, sólo sentido común. «Frente al Covid me protejo, te protejo», «sólo pedir y pagar siempre con mascarilla» o «prohibido el consumo en barra» son los lemas. Y parece que los parroquianos tienen la lección bien aprendida, porque sólo se quitan la mascarilla cuando echan un trago al café. «Hay un poco de miedo, pero al fin y al cabo, entre la gente del pueblo, es como si fuéramos convivientes porque estamos todo el día juntos», explica Ramírez, quien también añade que sus vecinos se toman las medidas muy en serio. Es normal, saben lo que se juegan. La población en los pueblos está mucho más envejecida y es, por ende, especialmente vulnerable ante el coronavirus.

El día está oscuro y todas las previsiones pintan un futuro igual de gris. Pero el bar debe sobrevivir. Lo dice el auxiliar municipal, Alberto Flores, quien otorga una importancia clave tanto al bar como a las escuelas para la supervivencia del mundo rural. Y Escuín, a la que no le faltan ánimos desde detrás de la barra, reivindica lo fundamental que es que los vecinos tengan un lugar de encuentro. «Viene gente de otros pueblos», expone, justo antes de que José Luis Pérez, uno de los habituales a la hora de la cerveza, resalte la figura del establecimiento como aliciente para acudir a la localidad: «Este bar estuvo unos meses cerrado hace años y, antes de ir a casa, y en vez de tomar algo aquí, me iba a otro pueblo. Si no hay bar, no vienes. Así de fácil».

Al fin y al cabo para eso están los bares, también en los pueblos, donde tendrán que ingeniárselas para mantenerlos vivos más allá de lo que dure la pandemia. En estos lugares, donde todo es un poquito más difícil, no pueden permitirse el lujo de que les falten más cosas. Hace años que perdieron a los niños, la escuela o el ambulatorio.

El bar de Vedra, regentado por Lourdes.El bar de Vedra, regentado por LourdesEl bar de Vedra, regentado por Lourdes
El bar de Vedra, regentado por Lourdes ABC

En el rural gallego

Viajamos ahora al extremo norte y sur de la Península. ¿Será distinto en zonas más alejadas de la España lastrada por la despoblación? Salir de Santiago de Compostela y llegar a Vedra, enclavado en la provincia de La Coruña, solo lleva 15 minutos, peaje madiante. Vedra es ejemplo del rural gallego, un rural que se encuentra a pocos kilómetros de las propias urbes. En este ayuntamiento se encuentra la Taberna Mosqueiro, que ofrece atención, tradición y trato cercano. Muy cercano. La primera pregunta no la hace el periodista, sino que llega del otro lado de la barra: «¿Quieres un pinchito?». Lourdes está al frente de la barra de un bar que presenta buen aspecto, a pesar de las restricciones de mesas actuales, que limitan el aforo. También cuenta con una pequeña tienda: hay golosinas, fiambre y esos típicos chorizos colgados, que no pueden faltar en un lugar así de Galicia. Adaptándose a los nuevos tiempos, hay mascarillas. 60 años lleva esta taberna en pie. Y ahora hay que resistir a una pandemia. Los clientes, los habituales: entre ellos Manuel, que no perdona su vino, aunque sean las 11.30. «Hay que resguardarse», cuenta. Aun así, hay que salir, despejarse un poco, por lo que no perdona su caldo diario.

Vídeo: David Gómez.

Lourdes cuenta el cariño que profesa por sus clientes, sus vecinos. Ese cariño del que una se da cuenta más en tiempos de pandemia: es curioso que cuanto más lejos tengamos que estar, más presente está el amor por los demás. Y ese cariño no hay metro y medio que lo rompa. Ve a la gente, no obstante, «fría», no es la misma que antes de ese maldito mes de marzo de 2020 que quedará marcado en la mente de generaciones. Están tan «liados» con las diferentes medidas por comunidades, provincias y ayuntamientos que ya no saben si en su bar pueden venir solo convivientes (como es el caso de Santiago) o también no convivientes. «Hay menos mesas, menos sillas» y no hay comidas. Esos cocidos que reúnen a 40, 60 comensales. Los echa de menos tanto la economía de los bares como la población en general. «¿Vas a hacer cocido solo para cinco personas?», pregunta.

La resignación de este nuevo mundo también se ve en las paredes, recubiertas de los carteles con los programas de las fiestas de las aldeas cercanas. Esas que este verano no se pudieron hacer. Y es que Galicia no perdona una buena verbena, como se comprueba con las decenas de programas de eventos que se mantienen en las paredes, con los nombres de las orquestas en una tipografía llamativa. Esos tiempos de bailar, agarrados o pegando botes, volverán. Mientras tanto, queda escaparse para un vino o un café, aunque sea un rato. Algunos se escapan literalmente: «A mí no me saques, que yo no debería estar aquí», se escucha.

Un «sol y sombra»

Más de 920 kilómetros más abajo, en el sur, el bar es un género literario, el lugar idóneo para preguntar en qué momento se jodió el Perú o, más de mañana, para pedir a doña Rosa una copita de ojén, que es estomacal, diurético y reconstituyente. Vargas Llosa y Cela saben que la vida es eso que ocurre entre dos rondas.

Vídeo: Javier López.

Como lo sabe Paco Méndez, propietario del bar que lleva su apellido, emplazado en la población jiennense de Villanueva del Arzobispo, donde desde hace más de medio siglo es testigo de las conversaciones cambiantes de sus parroquianos.

«Antes, aquí se hablaba del fútbol, de la sequía, del aceite de oliva, ahora de política y de coronavirus. Sobre todo, de coronavirus». La pandemia, dice, monopoliza las charlas desde que abre las puertas de su negocio a las 6 de la mañana hasta que 12 horas después las cierra una vez que los clientes que han estirado la sobremesa abandonan la taberna. La incidencia del Covid-19 en la población, el aumento de contagios locales, las noticias de la prensa, todo agudiza la punzada general de la clientela: «Hay mucha preocupación», dice.

Paco no teme, empero, por su negocio porque cuida de sus parroquianos con una sabia mezcla de simpatía, la especialidad de la casa, y buenas tapas, que, en este pueblo, como en el resto de los de la provincia, se sirven gratis con la cerveza. Tapas de migas, cocinadas por Toñi, su mujer, o de habas o de bacalao que han apuntalado una clientela fija. Méndez expone al respecto que puesto que a causa del coronavirus ha decrecido la concurrencia, es preciso esmerarse con quienes todavía en buen número acuden a su local.

Este tabernero cree que el sector saldrá adelante. Sustenta su optimismo en la percepción del carácter español que ha adquirido tras décadas en el oficio: «En este país se vive en los bares porque es donde uno conversa, donde uno tapea, donde uno se siente feliz». Siempre ha sido así, añade, si bien admite que todo cambia. «Ahora ya nadie pide una copa de sol y sombra». Y tampoco la sirven 13 de los 15 bares con los que contaba la calle en los desmadrados ochenta: «Solamente quedamos dos de la época en la que a esta zona se le llamaba el Vietnam».

Los bares tienen que salir de ésta, la pandemia del siglo XXI.