ABCBares, la gran extinción#CancionesDeBar
Las tabernas del Imperio español: donde Cortés, Quevedo o Lope se divertían, por César Cervera
«Los borrachos» Diego de Velázquez

Las tabernas del Imperio español: donde Cortés, Quevedo o Lope se divertían

Las tabernas del Imperio espanol: donde Cortes, Quevedo o Lope se divertian, por Cesar Cervera - ABC.es
por César Cervera

Buscar el primer bar que se levantó en la historia es tan difícil como rastrear al primer homo sapiens que tuvo sed y otro estuvo dispuesto a darle de beber a cambio de una piedra tallada o de dinero primitivo. No hay nada más antiguo que las tripas rugiendo y el gaznate seco. Se han encontrado pruebas de la existencia de un comedor público en Egipto ya en el año 512 a. C, aunque desde el 1.700 a.C. se puede conjeturar con la aparición de tabernas, albergues, fondas, posadas y cocinas callejeras de la mano del comercio.

Cuantos más bares, más civilización, aunque no se reunieran entre sus muros lo más granado de la sociedad precisamente

Lo que sí parece claro es que la importancia de los bares en la sociedad española emana directamente de la presencia romana. Para la Antigua Roma, los bares y restaurantes eran locales fundamentales por su papel social. Allí las clases populares hablaban, comían, bebían vino, se jugaba sus salarios a las cartas y, en general, pasaban muchas horas debido a lo pequeño del tamaño de los apartamentos en las grandes urbes romanas.

Las ciudades del imperio estaban repletas de los popinae, bares y restaurantes, y las calzadas salteadas de lugares donde comer y pasar la noche, las tabernae que eran hostales. Así lo aprendieron los romanos de los antiguos griegos, y los europeos en la Edad Media de los romanos.

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El historiador Luis Romero afirma en su obra «El libro de las tabernas de España» (1956) que «las tabernas debieron comenzar en España en las ciudades más romanizadas, que fueron sin duda alguna las más civilizadas». Cuantos más bares, más civilización, aunque no se reunieran entre sus muros lo más granado de la sociedad precisamente. En la España medieval, las tabernas eran frecuentadas por clases sociales bajas, en su totalidad hombres, y se concentraban en torno a ciudades, burgos, aldeas, monasterios, fortificaciones y lugares de paso.

En las ventas donde las diligencias y los carruajes de correos (sillas de posta) paraban a beber y comer algo rápido se considera tradicionalmente que nació la costumbre española del tapeo. El rey Alfonso X el Sabio dispuso unas ordenanzas legales para obligar a dar tapas a toda persona que acudiera a por bebida, normalmente jamón que se servía tapando.

La mala vida en las tabernas

Ni en el mundo romano ni después tuvieron nunca buena fama este tipo de establecimientos populares. En los bares, los privilegios y las jerarquías sociales desaparecen, lo cual horrorizaba a escritores elitistas como el autor latino Juvenal, al que no le gustaba que «allí hay idéntica libertad, los vasos son comunes, no hay un triclinio distinto para nadie, ni nadie dispone de mesa apartada». Las trampas en el juego, las peleas, la presencia de prostitutas en algunas tabernas y el que se convirtieran en núcleos de agitación social siempre tuvo, indiferentemente del periodo y el país, a las autoridades ojo avizor en torno a estos locales que apestaban al humo de las cocinas y al sudor de los presentes.

Desde el siglo XII hay constancia de los ardiles de mesoneros y posaderos que engañaban a los peregrinos que iban a Santiago de Compostela

Frente a la enorme variedad de mesones y tabernas que proliferaban en su pujante corona, los Reyes Católicos reglamentaron a finales del siglo XV estos establecimientos, prohibiendo aquellos sin licencia y limitando los márgenes de ganancia de los mesoneros sobre la venta de paja o cebada para las caballerías. Los abusos y las facturas hinchadas son tan antiguos como Babilonia. Desde el siglo XII hay constancia de los ardiles de mesoneros y posaderos que engañaban a los peregrinos que iban a Santiago de Compostela cobrándoles en exceso sus servicios o robándoles en el peso de la avena para los animales.

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«Los borrachos»Diego de Velázquez

Mesones, posadas, puestos y bodegones de puntapié para tomar comida y bebida sirvieron de enorme escenario popular a la Castilla pícara que se divertía y cantaba en el Siglo de Oro. Se calcula que a finales del siglo XVII existían en Madrid unos 250 mesones abiertos para una población estimada de más de 130.000 habitantes. Una coplilla de la época sentenciaba al respecto: «Es Madrid ciudad bravía, que entre antiguas y modernas, tiene trescientas tabernas y una sola librería». En esas fechas contradictorias y confusas, solo el número de iglesias creció tanto en Madrid como el de los bares.

No con poca mala leche, Góngora llamaba a Lope «Félix Lope de Beba» y a Quevedo, «Don Francisco de Que-Bebo», debido a lo mucho que les gustaba pasar su tiempo en esas tabernas

Las tabernas se dividían en dos tipos, de «vino barato» o de «vino caro o precioso», lo cual daba cuenta de la clase de compañía que esperaba encontrar el bebedor por más o menos dinero. Si el vino estaba muy aguado se decía que estaba «bautizado», lo cual suponía un grave delito, como así lo reflejaba el libro de acuerdos del Consejo madrileño firmado en 1481, en cuyas cláusulas se condena a cien azotes al tabernero que incurriera en esta estafa. Con el vino no se jugaba...

Rodeados de callejuelas mal iluminadas, entre mesones, mancebías y garitos, se reunían matarifes, viejos soldados, gente humilde, valentones, nocheriegos y escritores divinos como Francisco de Quevedo o Lope de Vega, conocidos por su desenfreno tabernario, para beber, discutir de batallas como quien hoy lo hace del fútbol y escuchar rimas sonrojantes. No con poca mala leche, Góngora llamaba a Lope «Félix Lope de Beba» y a Quevedo, «Don Francisco de Que-Bebo», debido a lo mucho que les gustaba pasar su tiempo en esas tabernas castizas, fumando, rodeados de hombres de armas y de prostitutas.

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Franciso de Quevedo

Tirso de Molina, religioso pero muy vivido, dejó en verso su opinión del madrileño Bodegón de Juanilla y de la Taberna del Tuerto: «Un hombre iba azotando,/ por la calle iba corriendo/ y en cuanto taberna hallaba hacía estación/ y se estaba un cuarto de hora bebiendo».

Todo ello sin olvidar al gigante de las letras españoles, Miguel de Cervantes, quien tuvo un idilio con una tabernera (eufemismo, en ocasiones, de un tipo de prostitución encubierta) de la calle Tudescos al retornar de su largo cautiverio en Argel en 1580. Ana de Villafranca y de Rojas (Madrid,1564-1598) regentaba una taberna de la calle de Tudescos y estaba casada con Alonso Rodríguez, un hombre desagradable y nada afectuoso. Cervantes y la tabernera tuvieron una hija, Isabel, que al morir Ana con solo 34 años fue reconocida por el escritor.

Otro mundo, pero mismas costumbres

Los mesones y las tabernas también cruzaron el océano con los conquistadores. Especialmente célebre es la taberna de Santo Domingo llamada la de Los cuatro Vientos, en la que pudieron coincidir a la vez en el año 1503 conquistadores tan afamados como Alonso de Ojeda, Francisco Pizarro, Hernán Cortés, Núñez de Balboa o el propio Cristobal Colón.

El escritor Alberto Vázquez-Figueroa hace interactuar al grupo de ilustres en su obra de teatro «La taberna de Los cuatro vientos» (1994), pero su ficción tiene una importante base real. Él mismo recuerda que, en contra de lo que pensaron los historiadores de que se trataba de una licencia literaria, la probabilidad de que hubieran coincidido en el bar fue elevada.

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la fortaleza Ozama, en Santo Domingo

Pizarro trabajó un tiempo como mozo de esta taberna, de cuya dueña era amigo Alonso de Ojeada, que en esas fechas llevaba cinco años viviendo en Santo Domingo. Nuñez de Balboa era «un borrachín» de la zona y se conocía al dedillo todos los lugares donde ahogar las penas en la isla. Hernán Cortés, por su parte, llegó sin un duro a la isla, por lo que no sería raro que hubiera tirado de uno de sus pocos conocidos allí, su primo (en verdad era sobrino) Francisco Pizarro. Y Cristobal Colón justo se encontraba en la órbita caribeña en la primavera de 1503.

El Siglo de Oro se marchó de España, pero no así la importancia de las tabernas. Acostumbrado a los cafés que ya se abrían paso por la Europa más refinada, al playboy Giovanni Casanova la oferta en hostería y restauración española le hizo temblar de miedo. De Valencia habló como de una ciudad desagradable e incómoda, de calles sin pavimentar, «sin cafés ni sitios donde poder sentarse a tomar algo, salvo tabernas indecentes de vino detestable». Madrid, Barcelona y las ciudades por las que pasó entre alborotos y escándalos amorosos no dejaron de reforzar su mala opinión de las alegres tascas hispánicas.