José Ángel MañasAutor de «Historias del Kronen»
El bar ha sido siempre el ágora callejera donde se han encontrado los españoles para escucharse los unos a los otros. Antes de que hubiera parlamento el bar ya confrontaba las diferentes posturas vitales e ideológicas e imponía una forma de darwinismo cañí: triunfaban las ideas que mejor se adaptaban a la manera de ser del país. La tertulia ha sido históricamente una forma castiza de liberalismo. Las ideas crecían o morían a voces en los contadores y el alcohol hacía de lubricante para que las diferentes piezas del mecanismo social se rozasen sin engancharse. Por utilizar una imagen taurina, el bar era el coso y las ideas los toros.
A partir de mediados del siglo XX, gracias a los aparatos reproductores y a los altavoces apareció un nuevo tipo de bar -el bar de música- donde importaba más las sensaciones y la estética que las palabras. Al alcohol se añadieron nuevas drogas para generar un cóctel todavía más adictivo. En esos bares se mironeaba y se ligaba. La educación sentimental y estética de la gente de mi edad se hizo en ellos. Para mí los garitos míticos malasañeros –el Agapo, la Vía Láctea, el Tupperware- siguen siendo los bares de música por excelencia. La madalena de Proust para mí es un güisqui con cocacola. El Kronen, en realidad, era una cervecería del montón.
