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El Rinconcillo Vanessa Gómez

El Rinconcillo, la taberna de Murillo

El Rinconcillo, la taberna de Murillo - ABC.es
por Alberto García Reyes

Cada vez que el camarero pasa la bayeta por el mostrador de caoba para cerrar la cuenta de tiza limpia 350 años. Dicen que es la taberna más antigua de Sevilla. Había otra, Las Escobas, que acabó barriendo el tiempo. Pero El Rinconcillo aguanta. En tres siglos y medio no había cerrando ni un solo día hasta el confinamiento. Y en cuanto volvió a abrir se llenó más que el Alcázar porque para los sevillanos es el templo original del moyate de la Giralda. El primer vestigio. Tan importante para Sevilla como Itálica y el templete de la Cruz del Campo, desde donde la espuma salada de las olas del Guadalquivir llega a la barra como un arreón de esperanza.

Cuando esta capilla abrió la puerta en 1670, reinaba Carlos II. Murillo se tomó por allí algún vaso de coronel antes de que el vino de la casa cogiera ese nombre. Se lo puso el teniente coronel jefe de la Comandancia de la Guardia Civil, vecino de la collación. Ramón Cantos pasaba todos los días por el confesionario a tomarse un valdepeñas antes de ponerse el tricornio. Como todos los camareros sabían ya lo que quería, entre ellos se avisaban: «Pon el vaso del coronel». Y los demás clientes pensaron que coronel era el nombre de aquel tinto. Hasta hoy.

El Rinconcillo es más un cuartel que una parroquia. Su tapa de postín es el «soldadito de pavía». En Sevilla se pilla al guiri por cómo pide este caramelo de bacalao. Si lo nombra en femenino, es forastero. En muchos sitios le dicen «la pavía». En la caoba del Rinconcillo se escribe «el pavía». Un coronel y un soldado son los que mandan en esta gruta de las maravillas donde los espeleólogos han encontrado estalactitas de Jabugo. Otros expertos dicen que son violines de bellota hechos en el taller de un luthier de la Sierra de Huelva. Lo que está claro es que cuando uno de los músicos de la familia De Rueda, propietaria de este monumento desde finales del siglo XIX, toca un poquito, salen partituras en el plato. Jamón, espinacas con garbanzos, los pavías y las tortillas. Ahí está todo. Un poco de nostalgia con polvo en las estanterías, botellas que se ha bebido el tiempo, azulejos de Triana, loza de Tarifa… Esta es la carta que canta el camarero mientras apunta en la madera el poema de Alberti. El ángel de los números. De allí no se puede salir sin la tapa de queso con cabello de ángel. Retablo barroco de la gastronomía sevillana. Porque tres siglos y medio después, allí no mandan ni los turistas, ni los sevillanos, ni el vaso, ni el tenedor. Lo que más sabor tiene en El Rinconcillo no está en la carta. Está en el aire. El aire que pintaba Murillo y que ha vencido a todas las pestes. Eso es lo que queda. Todo lo demás se lo lleva el camarero en la bayeta.