Cuestión de gustos
Me gusta que existan las cosas que no me gustan, que se hagan cosas que no hago y que se vaya a sitios a los que no voy ni iría. Me gusta que exista el tenis, al que no juego, y la ópera en los cines, que nunca he visto así, y el trap, que ni escucho ni entiendo. Me gusta que exista Hans Werner Henze, indescifrable, y La Oreja de Van Gogh, que sólo oigo en los probadores de las tiendas, a las que no voy mucho. Me gustan los lavavajillas, que no uso, y aún más el microondas, del que me he deshecho. Me gustan las novias de los demás. Me gustan las emisoras que no escucho y los periódicos que no leo. Me gustan las lenguas que no hablo. Me gusta el brócoli, que no me gusta, y me gustan los insectos tostaditos, que no me comería (o sí). Hasta me gusta que exista la tuna, que rodeo impecablemente en cuanto huelo a bandurria.
Me gustan las ciudades con bares, aunque los use muy poco, porque soy de Salamanca, que tiene uno por habitante y dos por visita. Apenas salgo de noche, pero me gusta que otros lo hagan, me deprimen los países que se apagan a las seis, tan europeos, tan lluviosos. Me gusta esquivar a la gente que entra en los sitios que evito, aunque mucha de esa gente —que me gusta— no me guste. Prefiero un bar de viejos a un bar de copas, aunque apenas vaya a ninguno, y aún más las cafeterías, que sí frecuento, hasta para escribir a veces, como si fuera francés y hubiera gente mirando.
Prefiero un bar de viejos a un bar de copas, aunque apenas vaya a ninguno, y aún más las cafeterías, que sí frecuento, hasta para escribir a veces
La civilización empieza cuando pasan cosas, no sólo donde pasan: cuando dos personas se encuentran y tienen donde meterse, aunque esté puesta la tele y sólo un mar de servilletas evite que se queden pegados al suelo. No me gustan (y sí) las ciudades donde eso no sucede, donde, por mucho que busques, sólo ves zapaterías y tiendas de bolsos y boutiques del queso, y un gastrobar —como mucho— a tres manzanas, con más queso dentro (que me gusta mucho) sobre una tabla de pizarra, y una sola mesa fuera, donde se aparcan las motos (que me gusta que existan, aunque ni me gusten ni tenga).
Los bares sirven, y a eso iba, para cualquier cosa. Para todas. Porque para eso están. Para hacer tiempo. Para que puedas tomarte un café cuando la ciudad duerme aún y te toca ir a otra, para que te comas el cruasán que no te comerías en casa, para pedirle el periódico al de la otra mesa, para comentar la reunión de antes y repasar la de después, para almorzar algo rápido de pie o un escalope con ensalada sentado, para esperar a que abran la tintorería, a que salgan los niños del colegio, del conservatorio, de judo, para quedar a hablar sin usar los dedos, para que el camarero te dé las llaves que te iba a dar el vecino que no podía esperar a que llegaras, pero que tiene confianza con el dueño.
Por eso me gustan los bares, aunque no vaya mucho. Porque me gusta que estén. Por eso. Para que no todo sean papelerías (aunque me gusten las papelerías, que también quiero que estén). Me gusta lo que me gusta y lo que no me gusta. Como a tantos.