Atardece en La Caleta

La postal

«Por allá, tras el castillo, si uno se da vida yendo y volviendo, entre pleamares puede echar una horita pescando y entran las jurelas entre las lascas que da gusto»

El tiburón de Gangsbaai

Un atardecer en La Caleta

Espero que estés bien. Hace un tiempo que ando por Cádiz, a que me den el sol, el aire y el 'age'. En las bajamares de La Caleta, como espejos de sal y sol donde se duermen los barcos, que escribió Villalón, me voy tras ... el Castillo de San Sebastián a pescar con la caña del país, un cubo azul y las cangrejeras. El primer día, fui con unas zapatillas de deporte, y pegué una costalada impresionante, que por algo a aquella zona la llaman allí la de la 'resbalaera'. La caña del país es la que no tiene carrete, y es la que a mí me gusta, ya sabes, porque da mucha sensación con la picada, como si te dieran un calambrazo en la mano cuando te entra el pez. Por allá, tras el castillo, si uno se da vida yendo y volviendo, entre pleamares puede echar una horita pescando y entran las jurelas entre las lascas que da gusto. Pican entre las espumas de las rocas, decididas, en guiñadas como disparos de plata bajo el agua por entre las rompientes y, si tienen tamaño, tienes que pelear con ellas. Aquí todo es blanco: los pescados, la espuma, el cielo, como si el mundo hubiera perdido el tono por un mediodía que ciega. Después hay que regresar rápido sin partirse la crisma porque hay que andar un buen trecho y, como no te des prisa, te alcanza la marea y toca nadar. A mi lado pesca un hombre mayor que se mueve por las piedras como una cabra montesa. Yo le miro, y le copio las cosas, le saludo, pero él no me habla. Como mucho, ahora, después de encontrarlo tantas veces, levanta la barbilla y hace así como para decir 'Hola', callado. Parece un hombre de otro tiempo, la camisa gastada, el pantalón atado con un cabo, la mirada torva: es un hombre de piedras y yo a veces creo que lleva ahí desde el tiempo en que vinieron los fenicios.

Cuando vuelvo a la playa por la tarde desde las piedras, parece otra. En la hora azul, cuando ese sol comienza a irse a la otra parte del mundo tras un horizonte de castillos y de barquitas y rasga el cielo un espadazo de naranjas y azules, entonces, las cosas recuperan su color de pronto como si se recuperara de un mareo. Algunas 'maris' charlan animadamente en sus sillas, orondas y morenas, y preguntan a las chicas del Erasmus: «Niña, ¿tú has merendado?». Si las alemanas se animan y se enrollan, les cae un filete empanado, una tajada de sandía o un vasito de cerveza de la litrona que sigue fría. La luz, yéndose, abre paso a un mundo distinto y la ciudad vuelve a la vida. «Ahora sí que se está bien aquí», dice alguien. Se cierran las sombrillas y las sillas de playa, azules y blancas, dibujan círculos chamánicos en los que las mujeres juegan al bingo, algunas acompañadas por niños o por ese hijo ya mayor, desgarbado, con el final del paro apuntándole la sien como un puñal y la colilla de un porro en la comisura. Reparten los cartones y comienza una cantinela que dura hasta que entra la noche y se encienden las farolas como ideas. «¡El veintidós! ¡Los dos patitos!», gritan, en un rítmico e inocente entusiasmo de números y coletillas en el que podría quedarme a vivir para siempre. Pronto regresaré, pero aún no.

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