'Tal día como hoy': el artículo con el que Andrés Trapiello ha ganado el Cavia

Y sucedía que cada 24 de diciembre, en la cena de Nochebuena, más tarde o más temprano, mi padre acababa acordándose del 24 de diciembre de 1937 porque aquella noche él estaba, con veinte años, en una trinchera, a dieciocho grados bajo cero. Llevaban algunas semanas tratando de romper sus líneas y forzar la claudicación de los sitiados. Cien mil hombres de un lado y cien mil del otro, más o menos, y veinte mil bajas de un bando y dieciséis mil del otro.

Pero mi artículo no iba de la guerra ni de aquella batalla absurda que no estaba decidiendo nada. Sino del ciego destino, tan aciago.

Aquel mozo, que se tiró tres años en el frente durmiendo en el suelo, era enlace, y días atrás había recibido de mi abuela unas buenas botas, nuevas, de material. El otro enlace de la compañía, calzado con esparteñas, se las pidió prestadas y salió para una misión rutinaria la misma mañana del 24. No volvió de ella, y mi padre se quedó sin botas y sin amigo el mismo día. No hubo una sola Nochebuena que no contara eso, y lo de la media botella de coñac y el puñado de uvas pasas a que tocaron cada uno, y el silencio sobrehumano de la nieve cayendo sobre el desolado alfoz y también sobre las mantas que eran todo su abrigo.

Cuando le dije que no había «sucedido» nada especial, que únicamente me encontraba en Teruel y que me había acordado de él, el desconcertado fui yo. Me dijo: «No conozco Teruel». Me explicó de un modo escueto que una vez tomada la posición les ordenaron seguir hacia Levante, sin entrar en la ciudad.

Me pareció que la historia era lo bastante simbólica (de haber sido él el otro enlace, ninguno de nosotros habríamos nacido, y él habría dado su vida por algo sin un valor vital), y pensé escribir un artículo que se publicara tal día como hoy dedicado a él, y que él lo leyera esa mañana, como un presente.

Lo cierto es que murió dos o tres semanas después, de un aneurisma, pero aun así escribí mi artículo, que se publicó tal día como hoy.

Y ese mismo día también, muy temprano, antes de emprender el viaje a León para pasar con mi madre y mis hermanos las primeras navidades sin nuestro padre, sonó el teléfono. Nos asustamos todos porque no eran horas, y por la hiperestesia que había traído aquella muerte. Era Luis Landero. Yo apenas le conocía. Como se ve que en su familia le daban a suceder el mismo significado que en la mía, se apresuró a tranquilizarme. Acababa de leer el artículo en El País y se había acordado de su padre, que también se encontraba ese día en Teruel, en las trincheras, en las del otro lado; y que cada 24 de diciembre les contaba lo mismo a ellos, el frío y la nieve; y que esa noche los dos bandos habían firmado una tregua, y que el silencio en cuanto se puso el sol fue más profundo que ningún otro día, porque los pensamientos de cada uno de aquellos doscientos mil hombres, muchachos la mayoría, muchos casi niños aún, agrandaron hasta el infinito la bóveda celeste. Y me dijo que recordar aquello le había emocionado y que quería darme las gracias por unas lágrimas que eran, también a su manera, otro presente.

El viaje a León en esos días siempre era especial. La autopista se acababa en Benavente, y seguíamos hasta León adelantando como podíamos (y jugándonos la vida al hacerlo) unos camiones cargados hasta los topes de remolacha. La llevaban a las azucareras. Estas se tiraban las veinticuatro horas soltando por sus humeros un humo muy blanco y orondo, vertiginoso y envolvente, que llenaba el aire de olor a caramelo quemado.

Desde entonces no hay 24 de diciembre que no recuerde a mi padre y su batalla de Teruel; aquel artículo que fue en cierto modo póstumo, pues solo tenía sentido si él lo hubiera leído; la llamada de Landero, su perentoria confesión; la niebla cerrándose al entrar en los dominios del Esla, los camiones de remolacha, el olor a caramelo...

Todo lo demás desaparece en mi memoria; y pasado el tiempo tampoco recuerdo los afanes humanos de ningún 24 de diciembre, quién gobernaba ese día en tal o cual año, qué peligros nos acechaban entonces, qué ilusiones nos daban alas, qué nos apocaba o sostenía. La palabra Teruel lo llena todo.

Tal día como hoy solo ha vivido uno desde hace veintitrés años para la tregua. Uno querría extenderla a todo el año, a toda la vida, una tregua sagrada que nadie, y menos que nadie uno mismo, tuviera derecho a romper.