Oteiza, el escultor «insatisfecho»
Hoy se conmemora el centenario del nacimiento del escultor vasco con la inauguración del I Congreso Internacional «Oteiza y la crisis de la modernidad», que se celebrará hasta el viernes en el Museo de Navarra
La historia de Oteiza, como la de los grandes artistas del siglo XX, no sigue ni caminos rectos ni trillados; no transcurre con voluntad de progreso. La suya es una crónica visual y literaria de anticipaciones y reconstrucciones, en la que los diálogos temporales presente- ... pasado-futuro se desarrollan de manera imprevisible.
El perfil claramente moderno de Oteiza y su inclinación por la experimentación, por la creación única y original lo llevan en 1957, el año de su participación en la Bienal de Sao Paulo, a plantear unas propuestas radicalmente «originales» centradas en la racionalización de los procesos experimentales de la creación artística, partiendo y, al mismo tiempo superando, el magisterio de los que toma como faro de su creación desde Alberto Sánchez a Mondrian pasando por Cézanne, Brancusi, Moore, Picasso, Kandinsky, Pevsner o Matisse. Las lecturas intensas pero, a la vez, sesgadas de esos artistas no le abocan a la ciega mímesis sino a la originalidad y a la aportación de conceptos y formas, forjada a través de sus reflexiones teóricas, lo que se traduce en un rápido reconocimiento internacional al obtener, como Nicholson en la pintura, el Gran Premio de Escultura de la Bienal de Sao Paulo. Reconocimiento, en cualquier caso singular, ya que supone el primer y último momento de la larga trayectoria de Oteiza (nace en 1908 y muere en 2003) en que el mundo del arte puede enaltecer el hacer de Oteiza de una manera clara y en razón de sus obras.
¿Qué ocurre, pues, después de Sao Paulo? La progresiva eliminación de la materia y, por tanto, del objeto escultórico como manifestación de la escultura. Oteiza pretende suprimir todo resquicio expresivo y, a partir de Malevich, se adentra en la exigencia de la esencialidad de las formas geométricas, proceso que le lleva a anticiparse a lo que ocho años después será la razón del Minimalismo norteamericano. Obras tan paradigmáticas como «Homenaje a Leonardo», «Homenaje a Velázquez» y «Homenaje a Mallarmé», de 1958-59, a Oteiza no sólo le sirven para concluir con la escultura sino para «liberarse» de ella y para abdicar de su condición de artista enfrentado a su propio proceso creativo, es decir, le sirven para abandonar el perfil habitual del artista de vanguardia, implicado en la dinámica de los «ismos». Ese vacío lo llena con la voluntad de un creación comunitaria que se concreta en la pedagogía en las relaciones artista-ciudad a través de la arquitectura y del monumento.
Los fracasos de Oteiza
Y así se inicia lo que se podría llamar la «historia oficial» de los fracasos de Oteiza, la historia de sus proyectos abortados, al menos en cuanto a su manifestación material. Tras declarar el fin del arte contemporáneo, Oteiza expande sus «vacíos receptivos» a la prehistoria (los cromlech), a la arquitectura popular vasca (el frontón) y, finalmente, al monumento y a la ciudad. Los espacios «vacíos receptivos» hacen que la escultura de «mueble metafísico» se convierta en imposible «aislador metafísico» en el espacio urbano. Sin duda el más interesante de estos fracasos es el estricto y revolucionario Cubo de la Alhóndiga de Bilbao (1988), en realidad Instituto de Investigaciones Estéticas Comparadas, en el que, junto a Sáenz de Oiza y Juan Daniel Fullaondo, Oteiza proyectaba sus ideas sobre arte, arquitectura y diseño urbano: la pretensión de incluir en único espacio todas las formas de expresión cultural o, dicho en otras palabras, una factoría artística que estimulase la creación cultural. Un proyecto que, de realizarse, hubiera hecho inviable e innecesario el proyecto Guggenheim.
Utopías
La utopía, como tal, no tuvo visos de realidad, como tampoco los tuvieron las utopías-fracaso de otros muchos creadores del siglo XX como Malevich, Mondrian, Tatlin, John Cage o Beuys, artistas que aparecen en cualquiera de las historias del arte canónicas, pero que igualmente pertenecen a las páginas de una historia pedagógica, revolucionaria, sacramental, metafísica, espiritual de la creación artística. Tal como manifestó Oteiza en un texto de finales de los años ochenta, la suya no es una aportación que pueda incluirse en la dinámica de las vanguardias formales sino en los movimientos revolucionarios. A Oteiza no hay, pues, que situarlo en la vanguardia del Minimalismo sino en la senda del constructivismo ruso que, como el «constructivismo vasco», apostó por «otro» arte contemporáneo. Para Oteiza, rusos y vascos protagonizaron momentos de esperanzadora apertura revolucionaria para la renovación de la cultura, el arte y la educación, es decir tanto para lo estético como para lo social, y todo ello gracias a la teoría, a un proceso experimental global.
Por ello, la contribución fundamental de Oteiza a la historia integral del arte del siglo XX no son sus esculturas, sino su proyecto de convertir el escultor en algo más que en hacedor de esculturas: en un pensador, en un «ser social» que zanjase «la ansiedad de la influencia» del pasado y se anticipase al futuro. Lo importante no son los vacíos de sus esculturas, sino los vacíos vivenciales que le sumergieron en una permanente actitud de «insatisfacción» social y política, en una constante búsqueda de su ser individual y de su ser colectivo.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete