«...sopló la vela y apagó la luz»
«En los confines de una pequeña ciudad sueca había un viejo jardín abandonado. En el jardín había una casa, y allí vivía Pippi Calzaslargas». Así comenzaba nuestro cuento preferido. Estaba protagonizado por una heroína femenina, una niña desgreñada, poderosa y tenaz, que había decidido ... no renunciar a ser feliz. Nosotras éramos educadas para la claudicación por los que nos decían que todo lo que ambicionábamos estaba al margen de lo posible y que la mayor desgracia era que se nos arrugaran las tablas del uniforme.
Por eso aquella noche nos asomamos a la ventana, a ver si Peter Pan venía a rescatarnos o el Pequeño Príncipe nos hacía una seña desde su planeta. Y cuando ya íbamos a apagar la luz, apareció Pippi Calzaslargas, asegurándonos que podíamos volar, que teníamos fuerza para levantar un caballo y que nadie nos alcanzaría si corríamos con confianza a su viejo jardín.
Allí nos encontramos con la niña feliz que estaba dentro de nosotras, la que nos devolvía al Paraíso en el que se podía hablar con las serpientes y probar todas las manzanas. «Sed realistas, exigid lo imposible», escribía años más tarde en las paredes de la Sorbona una joven que seguro que había leído Pippi Calzaslargas.
«Al cabo de un rato, sopló la vela y apagó la luz». Así termina el cuento, igual que cuando Astrid acababa de contárselo a sus hijas. Hoy nosotras, trasladadas al viejo jardín en donde la muerte no nos daba miedo porque esa palabra aún no se había inventado, no sabemos si la luz que se apaga es la de A. Lindgren o si es ella la que nos deja otra vez en la oscuridad para que durmamos tranquilas, sabiendo que sí existe el mundo en el que se pueden realizar nuestros sueños.
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