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La Royal Academy de Londres recrea el mejor Barroco italiano en una exposición

La imponente exposición sobre el Barroco pictórico romano que se abrirá este fin de semana en la Royal Academy de Londres deja un recuerdo agridulce. Es, sobre todo, una constatación de cómo la pintura italiana, dominante desde mediados del Gótico en el arte occidental, dejó de ser la referencia única de ese arte a consecuencia de la gran explosión que en menos de 20 años cambió el rumbo del arte.

Un visitante admira «La Madonna de Loreto», de Caravaggio. Epa

A partir de esa explosión, el nuevo estilo, el Barroco, se diseminó en todo el ámbito católico e incluso fuera de él y, aunque los italianos siguieron generando artistas de primera fila, otros países como España, los Países Bajos o Francia pasarían a ocupar una situación de igualdad.

El Barroco surgió a finales del siglo XVI más como un movimiento político-religioso que cultural-estético. En plena Reforma y Contrarreforma, la Iglesia Católica y sus soberanos aliados pusieron en práctica por vez primera un programa propagandístico y totalizador, tanto en lo social como en lo artístico. Un programa que debía incluir tanto al vulgo como a las clases dirigentes, caracterizado por un tipo de pensamiento progresista y en el cual las nuevas ideas encontraron durante algún tiempo la posibilidad de expresarse, a veces de manera contradictoria.

SALAS TEMÁTICAS

Esta exposición muestra cómo el naturalismo provocador de un Caravaggio podía tener tanto éxito como el clasicismo preacadémico de un Annibale Carracci. Por mucho que existan rasgos comunes, como la insistencia en las diagonales o un determinado uso de la paleta, parece casi imposible concebir que ambas expresiones coexistieran bajo un mismo manto ideológico.

La exposición de la Royal Academy se ha organizado en salas temáticas que plantean de forma gráfica muchos de los puntos expresados antes. La primera de ellas son naturalezas muertas, cuya invención se adjudica aquí a Caravaggio. La segunda se dedica a la música, en trance de sufrir un cambio tan radical como la arquitectura o la misma pintura. En la tercera se nos recuerda la tradición clásica, sin la cual sería imposible entender a los Carracci y con ellos muchas expresiones del neoclasicismo.

La cuarta es la de los retratos, un género bastante despreciado por la escuela romana tradicional (pero no tanto por la veneciana) y que, como los paisajes que ocupan la quinta sala, se debe más bien a aportaciones de pintores transalpinos, como Bril, Vouet, Rubens o más tarde Van Dyck.

Seguramente, la más llamativa de las salas es la sexta, llena de grandes claroscuros. Esta sí es una técnica muy propia del Barroco, aunque como siempre puedan buscarse antecedentes y sus resultados son espectaculares. La séptima y última sala trata la contradicción entre lo profano y lo sagrado, que también es una característica importante del estilo. A veces lo bíblico se mezcla con lo pagano e incluso lo erótico en una forma que hoy en día quizás resulte más chocante que lo fue en su propia época.

En total son 140 cuadros de diferente formato que ofrecen una visión casi exhaustiva de unos años capitales para el desarrollo de la pintura y que inmediatamente tendrían reflejo en Velázquez o Rembrandt, por citar sólo un par de los pintores que llevarían el Barroco nacido en la Roma de Clemente VIII a su máximo esplendor. Una belleza de esta gran muestra, en otros sentidos algo decepcionante, es la presentación de artistas menos conocidos que los ya mencionados o Domenichino, Adam Elsheimer y los Gentileschi.

El gran colegio cardenalicio, verdaderos príncipes de la Iglesia y de la vida, acogieron en sus palacios a decenas de artistas, italianos o venidos de toda Europa. Estos últimos, de regreso a su tierra, no volvieron únicamente con la admiración rendida de sus predecesores tras viajar a la Italia del Renacimiento, sino sabiendo que el nuevo estilo había nacido para ser internacional. Y que ellos habían ayudado a que naciera.

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