El poeta, la ministra... y el volcán
Durante meses, José Emilio Pacheco se encomendó al dios azteca Huitzilopochtli (Cortés y los suyos Huichilobos lo llamaron) porque no es hombre de celebraciones, ni de premios («pero no los he satanizado», dice, «porque no usé ninguna influencia para ganarlos»), y venir hasta España para ... recoger su galardón no era precisamente el santo de su mayor devoción.
Luego, fantaseó Pacheco con que las cenizas del volcán islandés impidieran su periplo, porque quien dijo que ni siquiera era el mejor poeta de su barrio no es hombre de fastos, aunque vengan matasellados con un ineludible «Ganador del Premio Cervantes». Pero aquí está, y su agenda durante esta semana es casi la de un ministro y una ministra, la de Cultura, Ángeles González-Sinde, se vistió ayer de presentadora bien informada para entablar con Pacheco y con el también poeta y director de Radio Nacional Ignacio Elguero una conversación a tres bandas, y una cuarta pared, la de los periodistas.
Es Pacheco hombre sencillo, de cálida palabra, que en cada frase salva todas las distancias. «Creía que sólo se recibía así a los actores», sonríe ante los fotógrafos. «¿Qué condiciones han de darse para que alguien elija el oficio de poeta?», le saluda Sinde. «Creo que la poesía es una capacidad inherente a todos los seres humanos -responde-, pero en el colegio, con catorce años, si quieres formar parte de la pandilla, cómo le vas a decir a tus compañeros: soy poeta. Es más, en mi primera cartilla bancaria, en profesión puse... trabaja por su cuenta». Lo que en otros es camisa apretada y ceñida, mayormente camisa de once varas, es en José Emilio Pacheco modestia, modestia que le sale del alma: «Si me pongo soñador, digamos que soy poeta debido a una palabra que ya no se usa: vocación. Si me pongo realista, digamos que me convertí en poeta por todo lo demás que no supe hacer».
Pacheco no se olvida en estos días de gloria de sus viejos amigos Sergio Pitol y Carlos Monsiváis, ambos enfermos. «Si el premio se lo dieran a uno con treinta años podría disfrutarlo, pero me temo que a la edad que tengo (va para los 71) deberé guardar el dinero del Cervantes para los gastos del hospital. Veo enfermo a Monsiváis y me doy cuenta de que ése es mi porvenir inmediato. Me han llegado los 15 minutos de fama de Warhol, pero me han llegado cuando falta un cuarto de hora para las 12. Es decir, tengo quince minutos de propina».
Rifemos un pollo
Ángeles González-Sinde e Ignacio Elguero pactan una pausa con el poeta, le piden que recite, aunque don José Emilio no soporte las lecturas. «Si al menos se rifase un pollo», guasea. Pero al final fluyen los versos: «La gota es un modelo de concisión: / todo el universo / encerrado en un punto de agua». Poesía que le pide al tiempo, por favor, reloj, no marques las horas, pero poesía que sabe que el tiempo es un sicario implacable: «Escribir poesía hoy es un misterio, todo está en contra. Se escribe en legítima defensa».
El verso de Pacheco ilumina, pero cuando pasa a la prosa de la conversación su palabra se torna dardo: «El mundo es desastroso. Las cenizas del volcán no son nada comparadas con los terremotos, con la violencia que sufre mi tierra. Cómo me gustaría haber influido en la realidad de mi país con tanta violencia y crueldad como existe».
González-Sinde volvió al despacho sin escuchar de labios del poeta uno de sus poemas preferidos, «Telaraña» («Telaraña: crin de una caballo espectral, puente colgante entre el mundo de aquí y la noche que siempre está esperándonos»), pero Pacheco, caballero y poeta andante la consuela: «Esta noche tengo los libros («Tarde o temprano», su poesía completa en Tusquets), uno es para ti». Eso sí que es un regalo.
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