Patios de Córdoba: Tesoros en la tierra de las manos que los cuidan
Córdoba celebra el centenario del primer concurso popular de patios, la fiesta más singular de la ciudad. Antes de la pandemia atraía a más de un millón de visitas
Ana Muñoz se hartó de llorar aquel día en que un trabajador del Ayuntamiento de Córdoba le podó el limonero. Ella pensaba que aquel árbol podía contar una vida de más de un siglo en la esquina de un patio de Córdoba , el del número 9 de la calle Tinte. Los frutos que brotaban en abril y mayo, cuando el patio se ponía a punto de piropo, eran abundantes y del color del oro. «No me fiaba de nadie y le pedí al Ayuntamiento que me lo podara», recuerda. Al árbol le dieron un corte en la base de la copa, como a dos metros del suelo, y al ver el tocón, Ana pensó que ya no se iba a recuperar.
La mirada se va a los pétalos de colores de las gitanillas, a las sulfinias encima del arco y las flores que se abren en las macetas que apenas dejan ver la cal austera de las paredes, pero la historia de los patios de Córdoba la resume algo el naranjo. Naranjo, sí.
Cuando empezó a brotar otra vez, a los dueños se les pasó el disgusto de pensar que habían perdido el árbol y un jardinero le dijo a Ana Muñoz que era un naranjo al que uno de los habitantes de las casas que había en torno al patio le injertó ramas de limonero. Y para que no perdiera su condición híbrida el Ayuntamiento volvió a injertarlo y ahora hay limones jugosos entre las mandarinas, que son bastas y no se pueden comer.
En 2021 Córdoba celebra el centenario del primer concurso popular de Patios, que al cabo de los años, y no sin dificultades, terminó como la fiesta más singular e identificativa de la ciudad. Durante dos semanas de mayo, que en este año van del pasado lunes 3 al próximo domingo 16, los dueños de medio centenar de casas particulares abren las puertas gran parte del día para que una multitud -incluso en estos tiempos de restricción de movimientos y de distancias- entre a admirar la sinfonía de colores de sus plantas y los detalles de arquitectura que muchas veces ha visto pasar varios siglos.
Compartir y convivir
La fiesta cumple un siglo pero el patio es tan antiguo como Córdoba, que lo recibió de los romanos que la fundaron, lo enriqueció cuando fue capital del Califato y lo conservó después hasta llegar al siglo XX. Estaba el patio de la casa noble y estaba el patio popular, como el de Ana Muñoz, que lo conoció cuando era una casa de vecindad donde la gente vivía como podía.
No en cada piso, que no existían; ni mucho menos en cada planta. En cada cuarto vivía una familia. La cuidadora del patio de la calle Tinte conoció aquella época: «Había siete vecinos. Arriba tres. En el portal vivía una madre con tres hijas, que es como vivían las criaturas antes». Y señala a lo que parece poco más que una habitación. En la galería había otra familia con tres hijos. Ahora la pila para lavar la ropa llama la atención como reliquia de un tiempo antiguo y su dueña muestra los restos de fósiles en la piedra, pero antes tenían que acudir allí todas las familias que vivían y compartían cocina y cuarto de baño.
La palabra es compartir y convivir. La dice Ángela Moreno en otro rincón de Córdoba, en el número 6 de la calle Marroquíes. Se abre como patio y, de los que siguen abiertos, es el que más premios acumula, pero es casi un barrio, porque además del espacio central abierto, que se cubre en parte con una buganvilla literalmente deslumbrante, tiene calles entre las pequeñas construcciones de una planta donde siempre alternaron los talleres y las casas. «A lo mejor había dos habitaciones con ocho personas y había peleas y discusiones, pero eran más que una familia. Si necesitabas algo, la primera era la vecina, y si ese día no había para comprar, yo le daba. Se discutía, pero a la hora de la verdad lo compartían todo», cuenta.
En ese patio de la calle Marroquíes todavía están las cocinas que se compartían entre todos y las pilas para lavar, aunque ahora como un atractivo más. A ese ecosistema hoy se le llamaría infravivienda, pero hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX era la única forma que tenían muchas familias de tener un techo. Y en los buenos domingos de invierno y al caer la noche de la primavera y del verano, salían al patio a compartir conversaciones y quizá bebida, a disfrutar del fresco y del descanso de la jornada. Se decoraba como una habitación más que compartían entre todos, con la sencillez de las plantas, y así crecieron los naranjos y limoneros que además de frutas perfumaban de azahar el aire al llegar la Cuaresma; las buganvillas suntuosas como el mejor traje real, pero también los humildes geranios y gitanillas que se ponían en macetas pequeñas, o hasta en latas si es que no había recipientes de barro.
En su vida no podían vestir de exuberancia más que sus patios y eso hacían quienes hicieron crecer la fiesta de los Patios de Córdoba y quienes la han cuidado hasta hoy. «Teníamos la ilusión de vivir en el paraíso», decían algunos. La revista ‘National Geographic’ fotografió el patio en 1924 y ya estaban las vecinas en los lavaderos. Apenas ha cambiado desde entonces. «Aunque pasaran apuros, sacaban el patio a concurso sin ningún problema, con mucha ilusión», cuenta.
Adaptados a los tiempos
Ana Muñoz, la cuidadora del patio de la calle Tinte, no necesitaba participar para que el suyo estuviese de ensueño, porque la cultura de tener los patios llenos de flores es muy antigua. En 1975 pudo convencer a su hermana de que nadie se escondería y les daría un susto, y así los cordobeses pudieron conocer una casa que ya existía cuando el primer catastro, quizá desde el siglo XVII. «Mire las ventanas de la fachada. ¿A qué arquitecto se le ocurriría poner tres ventanas diferentes?», señala. Son las señales de que a medida que una estaba inservible se cambiaba por otra, la primera que se encontrase. Por eso su casa está intacta, con una galería antigua, la escalera con los filos de los peldaños de madera y el pozo. Media Córdoba sabe, de haber pasado por allí, que Ana Muñoz tenía el dedo verde de pequeña. La metáfora la decía su abuela porque cualquier esqueje o tallo que pinchaba en la tierra germinaba. Hoy sigue con la misma habilidad y enseña para eso los tapones en que crecen pequeñas plantas colgadas en la pared.
Los de Marroquíes y Tinte son patios de arquitectura antigua, de paredes de cal impoluta y llenos de macetas que cuelgan por todas partes. Hubo y hay muchos en los barrios viejos de Córdoba, pero el tiempo pasó por otros muchos. No en San Basilio, que todavía conserva con todo su sabor de planta irregular muchos de ellos, y que visitaron los Reyes en julio. Allí las paredes parecen el capricho de un pintor y hay cabezas en las que no cabe que haya manos para regar tanto, ni con las cañas que parecen subir al cielo.
El cambio de propiedad o el abandono dejaron su recuerdo en las fotografías en blanco y negro. Otras veces se reformaron y cambió la vida. Los patios con tantas familias pasaron muchas veces a ser la casa de una sola, de dos como mucho, y las plantas crecían alrededor de las piscinas y las palmeras y cipreses buscaban el cielo que en esos barrios antiguos es más limpio que en ninguna parte.
A veces hasta los patios nuevos en casas que se construyeron hace pocas décadas se unieron al concurso con su propio lenguaje. Por eso en ellos están las plantas tradicionales, pero también las especies exóticas, los bonsáis, el olivo en el centro y los azulejos, porque la fiesta no se mimetiza, sino que se reinterpreta y continúa, y los vecinos, ahora en pisos mucho más grandes con baños y cocinas propios, también conviven allí y trabajan juntos para que cada año sea más bello.
Un tesoro íntimo
Los Patios de Córdoba que ahora identifican a la ciudad eran hasta los primeros años del siglo XXI un tesoro íntimo. Los habitantes de la ciudad y los visitantes entraban con reverencia en la casa de otra persona, respetaban la privacidad de quien abría las puertas y conversaban con los cuidadores que le hablaban de las plantas, de los cuidados, del canto de la fuente y de la tortuga que se asomaba tímida por entre las macetas.
Poco después el casi secreto empezó a viajar por el tren de alta velocidad y a cruzar las autovías. En el año 2012 la Unesco declaró Patrimonio Inmaterial de la Humanidad no un patio ni un grupo de patios, sino la cultura y la forma de convivir que hizo posible que se mantuvieran y fueran hermosos. En 2019, el último año antes del Covid, más de medio millón de personas cruzaron la puerta de al menos uno de ellos.
Igual que la tradición pasó de patios viejos a nuevos, también quienes se hacen cargo cambian. Rafael Barón, presidente de la asociación Claveles y Gitanillas, que agrupa a muchos de los propietarios, recuerda que el prototipo de la persona que se hace cargo de uno sigue siendo él mismo: «Una mujer y mayor, y de esas todavía quedan algunas, gracias a Dios». Pero aparecen más. Se incorporan matrimonios jóvenes, que compran casas y las rehabilitan. «Y luego las comparten». Ahí está la palabra clave. «Hay muchos que tienen patios preciosos, pero para que sea fiesta tienen que compartirlo», advierte. Abrir las puertas durante dos semanas y que muchos lo disfruten. Este año se han quedado cinco fuera, porque el máximo de participantes es de cincuenta.
Así que es optimista: «A medio plazo, la continuidad está garantizada, la fiesta está muy viva, la gente está ilusionada y los propietarios y cuidadores se sienten agradecidos por la ciudad y por los visitantes». Además de los premios hay subvenciones y ayudas por participar, y Rafael Barón insiste en que es necesario que crezcan, pero la mayor retribución que dan los Patios es la de que se aprecie el esfuerzo de la cal limpia, de las hortensias de geometría perfecta y de todas las especies exóticas que se hicieron tan cordobesas como las tradicionales al cabo de tantos años. «Eso hace que todos los sofocones que puedes llegar a tener se arreglen y al año siguiente quieras volver a participar». Como aquel naranjo o limonero que se hizo mestizo mientras se le iban poniendo distintas manos encima, los Patios de Córdoba en la cal castiza o en el azulejo nuevo siguen floreciendo en la tierra de las manos que los cuidan.