Muere el poeta José Hierro
El poeta José Hierro falleció ayer en el Hospital Carlos III de Madrid, a las ochenta años, víctima de una crisis respiratoria causada por el enfisema pulmonar que padecía desde hace varios años. Sus restos mortales fueron conducidos al Tanatorio Sur, donde se instaló la capilla ardiente. Puente entre la poesía del 27 y la contemporánea, José Hierro lega una obra de una gran intensidad lírica
MADRID. A las dos y media de la tarde de ayer dejaba de latir el corazón de José Hierro, quien había sido internado el pasado miércoles en el Hospital Carlos III de Madrid al presentársele una crisis respiratoria como consecuencia del enfisema pulmonar que padecía ... desde hace varios años. Estaban a su lado sus nietas, Paula y Pacha; su esposa, Angelines Torres, manifestaba poco después que el poeta había presentido el final durante las últimas semanas y que se había despedido para siempre de algunos de sus amigos.
José Hierro nació en Madrid el 3 de abril de 1922. Su familia se trasladó a Santander, donde estudiaría el bachillerato y cursará la carrera de perito industrial, que se vio obligado a interrumpir al estallar la guerra en 1936. Afiliado a la Unión de Escritores y Artistas Revolucionarios, comenzó a publicar sus versos durante la contienda en algunas revistas del frente republicano, como «CNT» o «Romancero general de la guerra de España», donde verá la luz su primer poema «Una bala le ha matado».
Al acabar la guerra, es encarcelado hasta 1944, años en los que afianza su vocación literaria y escribe sobre los trágicos acontecimientos vividos, el abandono de su carrera y la muerte de su padre. Es en la cárcel donde descubre a los poetas de la generación del 27 a través de la antología de Gerardo Diego. Recuperada la libertad, se traslada a vivir a Valencia, donde permanece algún tiempo. La amargura de aquellos años pasados en el frente o en prisión impregnará algunos de sus mejores poemas.
Hidalgo, Maruri, Arce
Junto a José Luis Hidalgo y Julio Maruri se embarca en la aventura de dos revistas literarias: «Proel» y «Corcel», como más tarde se acercará a «La isla de los ratones», fundada por el también santanderino Manuel Arce. En 1947, José Hierro publica «Tierra sin nosotros», poemario que aparece en la primera de las revistas citadas, y en el que rezuman la desolación de la tierra herida por la guerra, el solar que un tiempo fue habitable, y la melancolía de un reino perdido y sólo recuperable por medio de la palabra poética. Ese mismo año, el joven poeta gana el premio Adonais con «Alegría», libro en el que prosigue el camino inaugurado con mayor aliento vitalista. Bajo un epígrafe de Goethe: «A la alegría por el dolor», el poeta escribe versos como estos de «Fe de vida»: «Pero estoy aquí. Me muevo, / vivo. Me llamo José / Hierro. Alegría (Alegría/ que está caída a mis pies). / Nada en orden. Todo roto, / a punto de ya no ser. / Pero toco la alegría, / porque aunque todo esté muerto / yo aún estoy vivo y lo sé». El poeta emerge del naufragio y va en busca de sí mismo pero, también, del hermano que sufre dentro de nosotros. En 1950 publica «Con las piedras, con el viento», donde da cuenta de un fracaso amoroso.
En 1952 se traslada a Madrid y comienza a trabajar en RNE, colabora en varias publicaciones y diarios y empieza su labor como crítico de arte. Al año siguiente,obtiene el premio Nacional de poesía con «Quinta del 42», libro en el que el poeta busca expresar sus anhelo de solidaridad pero sumergiéndose en el irracionalismo, lo que dota a su poesía de cualidades añadidas a la imperante poesía del realismo.
Superación del realismo
En ese impulso superador del realismo se inscriben «Estatuas yacentes» (1954) y ya plenamente «Cuanto sé de mí» (1957), poemario que contiene algunos homenajes musicales (A Beethoven, a Haendel...) como asimismo emplea fórmulas musicales («Réquiem», «Allegro», «Scherzo») y que recrea con versos de gran cromatismo escenas íntimas o históricas. El libro merecerá el premio de la Crítica, al que se sumará el Juan March en 1959.
«El libro de las alucinaciones», siguiendo en esa línea abierta, donde el poeta va en busca de lo imposible, abunda en lo irracional y adopta técnicas simultaneístas muy cinematográficas, apareceré algunos años después, en 1964, abriéndose tras él un largo paréntesis de silencio, hasta 1991, año en el que publica «Agenda», obra compuesto por 40 poemas bajo tres epígrafes: «Cuanto nunca», «Cinco cabezas» y «Nombres propios». Al año siguiente el poeta reunirá numerosos poemas de sus primeros tiempos, algunos de ellos inéditos, con el título de «Prehistoria literaria».
La obra de José Hierro, si no extensa, al menos muy intensa, se coronará en 1998 con «Cuadernos de Nueva York», libro integrado por 32 poemas, y que fue considerado por la crítica (volvió a concederle su premio de Poesía) como un libro mayor en el conjunto de su producción y también, como una obra lírica memorable de la segunda mitad del siglo XX. Con esta su última incursión poética, Hierro también fue galardonado con el premio Nacional de Poesía. Aún habría de reunir algunos poemas inéditos en «Guardados en la sombra», libro que apareció este año que termina
Hierro fue hombre poco dado a los fastos mundanos de la fama y la vida literaria. Nunca fue en busca de premios y distinciones, aunque los recibió con buen humor y agradecimiento. En 1981 fue galardonado con el premio Principe de Asturias de las Letras; al año siguiente, recibirá la Medalla de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, que habría de investirle como doctor «honoris causa» en 1995; en 1990 se le otorgó el Nacional de las Letras; en 1995 recibiría el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana; y en 1998 añadiría a tan larga lista de honores el premio Cervantes de Literatura, por ser «un poeta excepcional cuya carrera ha sido tenaz, exigente y honrada. Sus versos -concluía el acta del Jurado- ya forman parte de la poesía universal».
No era, en efecto, José Hierro hombre dado a la vanidad. Muchos periodistas nos hemos acercado a él para entrevistarle y siempre recordaremos que nos recibía en un pequeño bar de barrio junto a su casa de la calle Fuenterrabía, apurando copas de chinchón y fumando un cigarrillo detrás de otro, aunque en cada calada se le fuera un trozo de vida. Cuando ya pensaba publicar «Agenda», en diciembre de 1989, le pedí que escribiera su epitafio. Lo pensó y dijo: «Este hombre fue el esclavo más libre del mundo». Y luego se consoló con una sonora carcajada.
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