La máquina de escribir, de invento revolucionario a reliquia romántica

Ernest Hemingway escribe mucho a máquina, pero de pie, en su casa histórica de La Habana, porque las cosas importantes se cumplen de pie, como el boxeo, según un farde muy suyo. Paul Auster usa con vehemencia una escueta Olimpia SM9, porque no le gustan las computadoras, y sospecha, no inocentemente, que en Amazon está el enemigo. He aquí dos autores que fijan la vértebra de su vida en una máquina de escribir que es, en efecto, la osamenta viva del alfabeto, y un artefacto prehistórico, o casi, porque la máquina de escribir ya no se fabrica.En concreto, no se fabrica desde 2011, cuando la empresa Godrej and Boyce, en India, puso a la venta los últimos 500 ejemplares. A partir de ahí, una máquina de escribir es directamente una reliquia del pasado, sólo requerida por románticos del coleccionismo o escritores de liturgia antigua. Hasta hoy. Otros productores de máquinas de escribir habían optado por abandonar el negocio, años antes, desde Remington Rand, y Olivetti, hasta Smith-Corona, y Olympia. Woody Allen se empleaba, y se emplea, todavía, en una Olympia Portable, de los años 50, y arriesga: «Funciona como un tanque. La he tenido toda mi vida y creo que me costó 40 dólares. El empleado que me la vendió me dijo que seguiría funcionando después de mi muerte». Charles Bukowski, que empleó una flota de máquinas portátiles, nos dejó una iluminación de poética maldita: «Aleja a un escritor de su máquina e escribir y todo lo que te queda es la enfermedad que lo motivó a sentarse y comenzar a mecanografiar algo». Ahora la máquina de escribir resulta una artesanía de decoración vintage, pero fue la revolución clamorosa de las labores de periodistas y escritores, en su día, allá por el 1873. Es el año en que la firma Remington, dedicada entonces a la fabricación de máquinas de coser, pone en el mercado las primeras mil máquinas de escribir. El ingenio fue obra de Christopher Sholes, periodista estadounidense que en el verano de 1868 patentó la primera máquina de escribir comercial, un ingenio bello como una pianola, que incorpora el teclado Qwerty, todavía vigente. Sholes llegó a idear más de cien modelos diversos, todos bajo la mecánica invariable del martillo de letras, y el papel carbón, como fórmula de copia al compás del trabajo. Invirtió Sholes años en su gran invención, y dio un reprís de un mes largo, cuando lo vio claro, nutriéndose sólo de un bocadillo y una manzana al día. Arriesga García Márquez que es difícil imaginar a un norteamericano que no escriba a máquina, mientras que los franceses alternan la máquina con la pluma, empezando o acabando Jean Paul Sartre, que se iba a trabajar durante la tarde larga al Café de Flore, en París, ajeno al turisteo que le hacía fotos como quien caza a una fiera meditante, sobre el artefacto primero de su vida. William Faulkner alternó una Underwood portátil, y una Olympia SM-1, dos maravillas cuyos manuscritos revisaba después a mano. Susan Sontang alterna el rotulador y las olivettis diversas, y David Mamet, laureado de Oscar, por ‘El cartero siempre llama dos veces’ se ha confesado alguna vez incapaz de sustituir su Smith Corona Sterlin por una computadora. Máquina de complicidad Y se explica a propósito del íntimo vínculo, perfectamente corporal, con su máquina de complicidad: «Cuando escribes, no hay nada ahí, excepto tu enferma conciencia. Así que lo que quieres, o al menos lo que yo quiero, es quedarme apegado a una cantidad mínima de artefactos alrededor, una vieja máquina de escribir, y un lápiz antiguo». Cunde, quizá con verdad, que el primer autor que entrego un manuscrito a máquina fue Mark Twain, aunque hay dudas a propósito de si se titulaba ‘Las aventuras de Tom Sawyer’. Los últimos ejemplares de Gobrey and Boyce costaban 250 dólares. Es el precio de la última alhaja de una estirpe que nutre el museo de la nostalgia, mitad tejedora de prosas, mitad piano de metáforas.

La máquina de escribir, de invento revolucionario a reliquia romántica

La primera máquina de escribir se patenta en el verano de 1868. Y desde siempre ha estado ahí, aunque dejó de fabricarse hace diez años. Ahora resulta una artesanía vintage

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