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Manuel Lucena Giraldo

Ignorantes y violentos

El populismo, aliado del narcotráfico y cómplice del deterioro urbano, sabe que esta guerra cultural es una lucha por el poder

¿Se imaginan ustedes que al llegar un italiano a España lo insultáramos o le pidiéramos una compensación en metálico porque hace dos mil años los romanos mataron a Viriato ? ¿O que nos organizáramos para derribar todas las estatuas plantadas en nuestras ciudades de gente que no nos cae bien, como el sanguinario Bolívar, porque tenemos un mal día o nos da la gana?

Solo desde un presente regido por elites cobardes cabe presentar un vandalismo urbano como el que se ha adueñado de Estados Unidos bajo la forma de retribución moral o un acto de justicia. El pasado no es neutral, pero eso no supone que el relativismo lo justifique todo. Ni el que protesta tiene siempre la razón, ni la destrucción de patrimonio devolverá la vida a George Floyd.

A los populistas autorrevestidos de superioridad moral cabe recordarles una de sus consignas: la venganza no es justicia. Sin embargo, esta iconoclastia actual tiene una historia. Empieza con la subcultura de la corrección política originada en el mayo del 68. En su última versión, mantiene que las emociones lo justifican todo. Por supuesto que no es así y quienes dirigen a la turba son los primeros que lo saben. Detrás de lo que ocurre, de las cabezas cortadas de las estatuas de Cristóbal Colón o San Junípero Serra , o de próceres urbanos como el marqués de Comillas, enterrados en un desván del Ayuntamiento de Barcelona por consigna neoperonista, hay varias guerras culturales que estamos perdiendo.

El populismo, aliado del narcotráfico y cómplice del deterioro urbano (de esto no se habla), sabe que se trata de una lucha por el poder, que empieza por echarnos del espacio público. Detrás de la aparente contradicción de sus líderes, decir una cosa y la contraria, cambiar de opinión cada quince segundos, hay una maniobra de distracción.

La historia es una fábrica de símbolos y por eso les interesa. Nos espera, si no tenemos el coraje de evitarlo, un futuro irrelevante. Porque el silencio clamoroso que nos rodea —desde hace diez, veinte años— no presagia nada bueno.

Si Estados Unidos ha decidido autodestruirse, allá ellos. No tenemos por qué hacer en España lo de siempre, imitar como títeres lo peor que tienen y evitar a toda costa copiar sus virtudes. No sería mal comienzo leer historia verdadera, –global, imperial, española–, aquella que muestra que no hay error al que estemos condenados, ni melancolía que tenga que adueñarse de nuestros espíritus por actos de los que no somos en modo alguno responsables.

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