Luchino Visconti, un marxistaaristocrático, murió en Roma haceveinticinco años
El 17 de marzo de 1976, hace ahora veinticinco años, fallecía en Roma el cineasta Luchino Visconti, un cineasta exquisito que supo conjugar sus orígenes aristocráticos y sus ideas marxistas. Nacido en Milán el 2 de noviembre de 1906, en su haber figuran películas del prestigio de «El gatopardo» y «Muerte en Venecia» y la dirección de grandes espectáculos operísticos.
Fallecido hace veinticinco años, tras haber disfrutado, en vida, de la admiración universal, aunque hoy no falta quien le ningunee, Luchino Visconti, perteneciente a la más exclusiva aristocracia milanesa y desde siempre próximo al Partido Comunista Italiano, en el que, no obstante, nunca llegó a ... militar, sigue siendo, un cuarto de siglo después de su desaparición física, una de las figuras claves no sólo del cine italiano, que entre los años cuarenta y setenta fue uno de los más importantes del mundo. Ante todo barroco —James Monaco habla a su propósito de la justeza de compararle con Erich Von Stroheim u Orson Welles antes que con Roberto Rossellini o Vittorio de Sica—, conviene, al recordarle, olvidarse del neorrealismo, aunque se iniciara en la realización coincidiendo con la aparición de dicho movimiento.
De hecho, su primera película, «Ossesione», versión libre de la novela de James M. Cain «El cartero siempre llama dos veces», llevada al cine en tres ocasiones más, es un conflicto pasional rodado, sí, en decorados naturales, pero con actores profesionales y famosos en su época —1942— y tratado en clave melodramática, por la que Visconti acabaría por decantarse a lo largo de su evolución. Y la segunda. «La terra», aunque fuese, en lo argumental, fiel al «verismo» de Giovanni Verga, en una de cuyas novelas más emblemáticas se inspiraba, y, en lo que hace al neorrealismo, tuviera en común con él la utilización no sólo de auténticos pescadores como intérpretes y de paisajes de la Sicilia donde la acción se desarrolla como telón de fondo, sino del dialecto siciliano como lenguaje —lo que obligaría a la utilización de subtítulos— es, en realidad, y pese a su apariencia seudodocumental, un auténtico y a su manera sofisticado ejercicio de estilo. Siendo, por último, «Bellísima», en cuyo guión participa Cesare Zavattini y cuyo reparto preside la no menos emblemática Anna Magnani —que, encarnándose a sí misma, es una de las protagonistas del «divertimento» en España titulado «Nosotras, las mujeres»— además de la única comedia satírica de su autor, su último trabajo, por así decirlo, con alguna relación, por anecdótica que fuese, con el movimiento en cuestión.
Con apenas una quincena de títulos en más de treinta años, tres de los cuales, de otro lado, forman parte de películas en episodios, muy populares en la época en que fueron rodados, Visconti ha conseguido ofrecernos su personal visión no ya de parte importante de la historia reciente de su país, sino del mundo en general. Todo ello comienza con «Senso» (1954), una tragedia romántica con connotaciones políticas, tratada en clave operística —la acción se inicia durante una representación de «Il trovatore», de Verdi— y situada en la Venecia ocupada por los austriacos. A partir de «Senso», y con paréntesis que, aparte de su colaboración en filmes de «sketches» como «Nosotras las mujeres», «Las brujas» y «Boccaccio 70´», se centran en un intimismo que no falta quien ha definido como autobiográfico —«Muerte en Venecia», 1970; «Confidencias», 1974— Visconti se ocupa de grandes momentos de la historia de su país o de otros. El Risorgimento —«hay que hacer que todo cambie para que no cambie nada», dice Lampedusa, autor de la novela en que se basa «El Gatopardo», 1963— le sirve de base para ese espléndido monumento a la decadencia que constituye la que muchos consideran la obra maestra absoluta de Visconti. Y, más adelante, en 1969, el cineasta hará una operación similar, e igualmente brillante, referida al nazismo alemán, en «La caída de los dioses», historia de una familia que, aunque de ficción, es a todas luces el «alter ego» de los krupp. En cuanto a «Rocco y sus hermanos», es una reflexión apasionada y apasionante sobre el fenómeno de la emigración interior, con fuertes influencias de la literatura de Dostoievski —de quien Visconti adaptara, con menor fortuna, «Las noches blancas», en 1957— o, si se prefiere, de Zola. Mientras «El extranjero» (1967), versión de la novela homónima de Marcel Camus, es uno de los errores de Visconti, como lo es, aunque en menor medida, «El inocente», otra adaptación literaria, en este caso de Gabriele d´Annunzio, que cierra, en 1976, año que sería el de su muerte, la filmografía del realizador. De la que hay que recordar, aunque nadie lo haga, por su capacidad de fascinación y desasosiego, «Sandra», una sombría historia de familia judía. Y no cabe, desde luego, olvidar «Luis II de Baviera. —El Rey Loco», en la que en 1973, a través de un relato de más de tres horas que no pesa en absoluto, evoca, no sólo al personaje del título y la época que le tocó vivir, sino a Ricardo Wagner, que tanto influyó en su estética, y, encarnada por Romy Schneider, que ya lo hiciera veinte años atrás, a la Emperatriz Elizabeth de Austria, más conocida como Sissi. Película asumidamente ampulosa, la antepenúltima de Visconti —1973— sin ser la mejor de las suyas, sí es, posiblemente, la que más nos dice sobre sus secretos más íntimos, contados a voces.
Hombre, en suma, de cultura, volcado hacia el espectáculo en todas sus manifestaciones, Visconti alternó desde sus comienzos el cine con la dirección teatral y la ópera, y si en este apartado su influencia fue determinante en la carrera de Maria Callas, en el teatro de prosa, aparte de, entre otros, descubrir a Marcello Mastroianni, al que dirigió también en más de un filme, montó obras de autores de distintas épocas, de Arthur Miller a William Shakespeare, pasando por Carlo Goldoni —quien esto escribe tuvo la fortuna, años ha, de asistir a una representación viscontiana de «La locandiera», con sus actores fetiche, Paolo Stoppa y Rina Morelli, presentes en prácticamente todos sus filmes— y renovó, en buena medida, la escena italiana, que, cuando se incorporó a ella, estaba necesitada de que algo se moviera en su interior. Fue, de hecho, un hombre del Renacimiento, en una época en que las circunstancias no lo facilitaban.
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