Inmigrante en NY
El español fue el primer idioma europeo que se habló en Norteamérica. Hoy, gracias a nuestra lengua, ningún emigrante hispano es una isla
LUIS ROJAS MARCOS
Antes de compartir unas reflexiones sobre el español en Estados Unidos, quiero adelantar que mi perspectiva está profundamente moldeada por mi condición de inmigrante en Nueva York. Esta ciudad universal me acogió hace 43 años, cuando era un joven aprendiz de médico que apenas chapurreaba ... el inglés. A lo largo de estos años he sido afortunado por contar con las ondas estimulantes que emana este pueblo abierto y generoso, en el que la esperanza del buen futuro siempre entierra al mal pasado.
Estados Unidos es la nación que, después de México, cuenta con más hispanoparlantes del planeta. El florecimiento espectacular de esta comunidad es el resultado de una apasionante aventura de convivencia de grupos diversos, oriundos de Latinoamérica y de España, unidos por una misma lengua: el español. Nada define más a esta población en EE.UU. que la lengua española, el primer idioma europeo que se habló en Norteamérica. Importado en 1513 por Juan Ponce de León, explorador vallisoletano y buscador incansable de la fuente de la eterna juventud, el español es la lengua más hablada –y enseñada en colegios y universidades– después del inglés. Por otra parte, esta comunidad también está marcada por la experiencia imborrable de la emigración. Unos marchamos de la tierra natal movidos por la curiosidad o la aventura; muchos dejaron descorazonados sus patrias en busca de refugio, de libertad o, sencillamente, del sustento cotidiano.
Un gesto de fraternidad
Fuera del hogar familiar, la mayoría de los hispanos o latinos conversamos principalmente en inglés. No obstante, entre nosotros, insertar en el diálogo unas palabras en la lengua materna es siempre un gesto de fraternidad. En las desavenencias tiene un efecto tranquilizador y es la invitación a encontrar una solución pacífica. Sin embargo, no son pocos los hispanos que hablan solamente español. La lealtad exclusiva al verbo materno tiene sus inconvenientes; puede causar retrasos académicos, limitar las oportunidades laborales y reducir las posibilidades de participar en los grandes temas que afectan al país. En mi mundo de la medicina angloparlante, la asistencia a la población que no habla inglés escenifica el reto que plantea la barrera del lenguaje a la relación médico-enfermo. La buena comunicación en la consulta es un arte de palabras. Se caracteriza por ser clara y completa, por transmitir respeto y empatía, y por evocar confianza en el paciente. Pero este arte se complica enormemente cuando médico y doliente no hablan la misma lengua.
Pese a los efectos secundarios que produce la barrera del lenguaje, la verdad es que, gracias al español, ningún hispano es una isla. He podido comprobar repetidamente que, ante la adversidad, la lengua materna se convierte en un bálsamo protector para los miembros más vulnerables de la comunidad. Esto tiene sentido. Hablar nos permite desahogarnos y liberarnos de temores inquietantes. A través de las palabras recibimos esperanza y alivio, nos aglutinamos y forjamos relaciones solidarias.
Al final, el español es el hilo conductor que alimenta y protege la impresionante aventura de convivencia que personifican los hispanoparlantes en EE.UU.
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