El drama familiar de Francisco Umbral
La temprana muerte de su madre, la ausencia de su padre y la pérdida de su hijo marcan la biografía trágica y oculta del escritor, cuya figura regresa a la actualidad por el estreno del documental «Anatomía de un dandy»
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Iniciar sesiónFrancisco Umbral ignoró durante su infancia cruda, casi desierta, en un Valladolid de frío, que aquella joven tía May, que a ratos le visitaba, era su propia madre oculta, y luego en Madrid cantó nanas por escrito a su propio hijo enfermo, Pincho, ... una criatura dorada que se acabó de cáncer a los cinco años. Así se abre y se cierra una biografía donde la orfandad lleva anclas de catástrofe. Umbral tiene una biografía de famoso, que él mismo alentó, bajo la lujuria de que la verdad se inventa, y luego cumple una biografía de ocultamiento, donde esquivó incluso el nombre de bautismo, Francisco Alejandro Martínez Pérez .
De Francisco Umbral sabemos que hizo de la jactancia un estilo y del constipado una sastrería. Metió en el artículo una discoteca, y no sólo fundó el spleen de Madrid, para el periódico, sino el éxtasis del yo, con la metáfora suelta como dinamita alegre. Pero nuestro autor, tan encumbrado, tuvo vida de doble huérfano sin remedio. Si miramos la biografía por una punta, nos sale que fue hijo de madre soltera. Por la punta contraria se acredita que tuvo un hijo de sólo cinco inviernos, hasta que triunfó la desgracia. Umbral nunca se repuso de esta pérdida. En «Mortal y rosa» , ese texto incalculable de estremecimiento, Umbral se resume así: «Sólo he vivido los cinco años que vivió mi hijo. Lo demás ha sido caos y crueldad». De modo que el escritor fue huérfano de padre, y también, después, huérfano de hijo, que es como arriesgar que fue padre sin descendencia y también hijo sin madre , porque su madre resultó una madre ausente, y además falleció muy pronto.
La orfandad, pues, acorraló siempre al escritor, y no es conjetura sobrante apuntar aquí que en esa larga orfandad está la génesis de su carácter de venganza, la herida nutricia de su temperamento airado. Fue «un ser de lejanías», sin padre, sin hijo, casi sin madre. Un solitario de llaga cuyo alivio único se sostuvo en la literatura, porque «escribir es desaparecer», según su propia iluminación de inquilino de la huida. Umbral nació Francisco Alejandro Pérez Martínez, en la maternidad de Lavapiés, en Madrid, hijo de Ana María Pérez Martínez, una joven soltera que residía en Valladolid, y de padre desconocido. Trucó el año de su nacimiento, 1932 , como tantas otras cosas, porque en él la mentira era un arte, y desde luego un emboscamiento. El dato del nombre completo de la madre de Umbral fue primicia atronadora de la indagación de Anna Caballé, que remachó una implacable biografía de Umbral, «El frío de una vida», donde nada llegaba a saberse, sin embargo, del padre oculto. Ni nombre, ni edad, ni oficio. Nada. Pero Caballé nos sirvió una mitad del enigma de la vida de Umbral. La otra mitad nos la sirvió después Manuel Jabois, que dio al fin con lo más recóndito: el padre de Umbral fue Alejandro Urrutia , abogado cordobés, padre asimismo del poeta Leopoldo de Luis. Francisco Umbral nació de la aventura sentimental de un hombre casado, Urrutia, con su secretaria, Ana María Pérez , durante el tiempo que ambos coincidieron en Valladolid, en los años 30. Por prescripción de la hipocresía de la época, tan cruel de habladurías, el niño nacerá en Madrid, e irá creciendo en un pueblo cercano a Valladolid, lejos siempre de una órbita familiar de credo cerrado donde se reprobó sin descuido a una madre de pecado. Había que silenciar un escándalo, y se silenció. Umbral supo que la tía May era su propia madre siendo él ya adolescente crecido, y esa madre se apagó enseguida, fulminada de tuberculosis.
De su padre nunca supo, de modo directo, aunque luego, con el trajín de la vida, compuso un perfil breve, pero suficiente, oyendo detalles de aquí, y de allá. Yo le entré directo con este tema tabú, allá por el año noventa, cuando Umbral me dejó hacerle una biografía consentida, desde la admiración efervescente del veinteañero umbraliano que uno no escondía:
—Paco, ¿tú llegas a convivir en algún momento con tu padre?
—Poco. Muy poco.
—¿Por qué?
—Él está en la cárcel, en Madrid, y va a Valladolid a vernos, en salidas muy esporádicas. Era bastante mayor que mi madre y muere uno o dos años antes que ella, en el cincuenta y dos o cincuenta y tres, no recuerdo muy bien.
Naturalmente, Umbral miente. Su padre no padeció cárcel, y no hubo convivencia. Le gustaba el dato de despiste, dato preferiblemente novelesco. Sin embargo, ahí se entorna la verdad de la relación de sus padres, desigual de edad, y se apunta asimismo el detalle real de que muere el padre antes que la madre. En cualquier caso, él siempre fue un niño abandonado, un hombre solitario. Umbral hizo del padre ausente un personaje de ficción, cuando se animaba en entrevistas de íntimos, y también de la madre armó un fascinante retrato literario, pero ya en libro, más llevado, yo creo, por las nostalgias de la madre que soñó tener que por la madre que en rigor tuvo. El gran retrato deslumbrador de la madre lo completa en la novela «El hijo de Greta Garbo» , donde juega al birlibirloque estilístico de sólo sugerir el nombre de su madre, «breve, y tan alado de aes», mientras levanta el relato de un vínculo cuyo amor es forja de un niño de prematura vocación literaria, que lee las enciclopedias escolares como el que merienda poesía.
—¿Es tu madre quien te da la noticia de la muerte de tu padre?
—No. Un día llegó a casa una de esas viejas criadas de antaño, con pelo gris, en moño, Polonia, que solía traer recados paternos, y le dio a mi madre, a solas las dos, la terrible noticia de que mi padre había muerto. A todo ello, yo estaba atento, desde habitación contigua. Y lo oí.
—Lo oiste. Y qué, entonces.
–Pues mi madre lloró lo suyo y tardó unos días en decírmelo a mí. Yo, naturalmente, ya había llorado lo que tenía que llorar.
Valentía hipnótica
No quiere uno traer a esta página las inclemencias biográficas de Umbral como recurso de exotismo, y aún menos como excavación de chisme, sino como homenaje a un hombre cuyos daños íntimos se resuelven en una obra de valentía hipnótica, y resplandor arborescente, bajo el credo de que la memoria es una forma de la imaginación. Es noticia que una obra de tanta militancia confesional, sin precedentes en la literatura de lengua española, por extensión, y por descaro, nunca haya recaído en evidencias reales sobre asuntos de familia, empezando o acabando por el propio autor, que gustaba de escatimarnos incluso el deneí. Umbral fue un premio Cervantes que sólo fue a la escuela hasta los once años . Consagró el artículo como el solo de violín del periódico. Tuvo algo de Dalí de la escritura, de Baudelaire del Café Gijón. Se mueve lo suyo entre la iluminación lírica, y el adjetivo maligno, y desde ahí descerraja los géneros para refundar un género único, la odisea del yo, con un oído en César González Ruano y el otro en Ramón Gómez de la Serna. Se parece al padre en la pose de dandy de levita apócrifa, si uno mira la única foto del padre que funciona por ahí. En su chalet de Majadahonda tenía Umbral una foto de la madre, que usó, secretamente, en la portada de «Los Cuadernos de Luis Vives». «La amo», me dijo mientras nos reuníamos para otra sesión de charla de su biografía en curso:
—¿Paco, la ausencia de tu padre, no magnífica más todavía la figura de tu madre?
—No lo creo. Yo también tenía muy magnificada la figura de mi padre.
—¿Por qué?
—Mi padre está mitificado precisamente por su ausencia. La caída del padre, que en cierta medida es el asesinato, se da en todos los casos, incluso en esos en que el padre es ilustre, o glorioso. La ausencia del padre, la de mi padre, opera en sentido inverso. Lo mitificas porque no has tenido la ocasión de ver las bobadas que dice a la hora de comer.
Cruzó la boutade con la confidencia, la herida de la ternura con el aguarrás de la mala leche. La orfandad, en él, conspiró infinita, y contra ella pelea el monumento de una obra donde cunde la evidencia de César Vallejo: «Murió mi eternidad y estoy velándola». Fue Umbral un insomne de ausencias, un domador de su disgusto, un león de hielo en cuya intimidad del pasado no hay nadie, igual que no hay nadie en la intimidad del futuro. Dice en una película documental, a punto de estreno, «Anatomía de un dandy» , donde se resuelve su retrato absoluto, que su inquietud mayor está en «ser Francisco Umbral», aunque acredita que «el éxito está vacío». La infinita orfandad se agolpa hoy en su olivetti mítica, quieta en la penumbra de Majadahonda, sola como un candil, prehistórica como una vértebra, muda como sólo enmudecen los pianos, con toda la música de la mejor prosa parada hacia dentro. Para siempre.
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