Inés Martín Rodrigo - Líneas azules
Los niños de la guerra
Casi trece millones murieron durante la Segunda Guerra Mundial y 27.000 de los que se quedaron huérfanos estaban en orfanatos en Bielorrusia en 1945
Un niño sonríe tras recibir una bolsa de piruletas en el pequeño pueblo de Rozhivka, a unos 40 kilómetros al noreste de Kiev
Las mascarillas , que en los dos últimos años nos han protegido, en sentido literal, aislándonos del virus, y figurado, camuflando gestos que exponen nuestra vulnerabilidad, ya no son obligatorias en interiores. Quien lo decida, aquel que quiera, puede ir con el rostro al descubierto, ... que es como han quedado ciertos empresarios sin escrúpulos ni moral que en los peores momentos de la pandemia se enriquecieron comerciando con ellas.
Aunque los cubrebocas, término importado de Estados Unidos, Guatemala, México, Nicaragua y Uruguay en busca de sinónimos que aliviaran el uso mediático, son parte indiscutible del nuevo imaginario colectivo, ese que conforma el sentir y el pensar de una sociedad.
Lo primero que han visto los nacidos durante este tiempo ha sido una cara definida por los pliegues de las mascarillas, y no los de las arrugas. Han aprendido a intuir la sonrisa de sus padres, la baba indisimulada de sus abuelos, detrás del telón quirúrgico. «Mira, mamá, ese perro lleva mascarilla». Rodrigo tiene cuatro años y se refiere al bozal. Es la normalización de la excepcionalidad. «¿Mamá, ¿por qué no quitan la guerra?». Nerea tiene cinco y no entiende que en la televisión salgan una y otra vez imágenes de tanto dolor.
Son los niños de la pandemia. Los niños de la guerra. Nuestros niños. Como en su día lo fueron los casi trece millones que murieron durante la Segunda Guerra Mundial y los veintisiete mil huérfanos que en 1945 vivían en los orfanatos bielorrusos debido a aquella barbarie.
A finales de los ochenta, Svetlana Alexiévich , la más humilde premio Nobel de Literatura de los últimos años, por no decir décadas, entrevistó a esos huérfanos de su país de origen, les dio voz, y con sus testimonios, a través de sus historias, compuso un libro estremecedor y profético, que tal vez no haya sido lo suficientemente leído: 'Últimos testigos' (Debate, 2016).
Estos días, he vuelto a esa obra maestra de Alexiévich, memoria coral de una tragedia terrible que se ha repetido una vez más, pese a todas las advertencias. Y no puedo evitar preguntarme qué leerán nuestros niños, los de esta pandemia, los de esta guerra, dentro de unas décadas, y sobre qué tendrán que escribir.