«Hay gente que se empeña en que no te sientas bien por hacer tele»
Asomada desde hace años a través del gran escaparate de la televisión, Carmen Machi encontró refugio en el caparazón de una tortuga, Harriet, un papel que le ha reforzado su amor por la escena y que le ha valido el I Premio ABC al teatro español
«Hay gente que se empeña en que no te sientas bien por hacer tele»
Carmen Machi contagia energía y jovialidad. Hay algo en ella que invita al optimismo y al «buen rollo». Es casi imposible conocer a una persona en una sola conversación, pero es fácil atreverse a decir de ella que es, por encima de todo, buena gente. ... Acaba de pasar página en su vida al dejar la serie «Aida» después de siete años, y también ha terminado la gira de la obra teatral «La tortuga de Darwin». El 1 de febrero presentará la gala de entrega de los premios Goya, y próximamente recibirá el premio ABC al teatro español, que ha logrado gracias a su interpretación de Harriet en la obra de Juan Mayorga. La función arrancó en el teatro de La Abadía, precisamente el escenario en el que dio sus primeros pasos profesionales, y al que vuelve para esta entrevista.
- ¿Qué le supone volver a La Abadía?
-Es como mi casa. Es una frase tópica, pero en este caso es real. Yo hacía teatro semiprofesional desde los 17 años, pero sin preparación alguna. Tenía ya 29 o 30 cuando sentí la inquietud por estudiar teatro, y esa necesidad coincidió con que José Luis Gómez, a quien yo admiraba muchísimo, iba a crear una escuela-compañía en La Abadía. Querían actores que no fueran totalmente vírgenes, y yo vi que tenía la opción, por lo menos, de saber qué era una prueba, porque no había hecho ninguna. La hice y entré en La Abadía. Fue en 1993 y ahí me cambió la vida, porque reafirmaba todo lo que yo pensaba sobre lo que supone interpretar. También me di cuenta de lo bueno que es tener maestros a tu lado, y lo interesante que es ser alumno y aprender. Aprendí el rigor, la disciplina, el amor a la profesión, el respeto al escenario, al público, al autor... Cosas que mantengo.
-¿Recuerda cuándo y por qué decidió ser actriz?
-De pequeña me impactaban las películas en que había personajes que tuvieran mi edad. Recuerdo perfectamente «Jane Eyre», donde Elizabeth Taylor hacía el personaje de una niña que podía tener mi edad en ese momento, y que moría de una neumonía. Me di cuenta de que esa misma actriz estaba en otras películas y descubrí el juego de la interpretación: haces que te mueres pero es mentira, aunque el espectador se lo cree... Algo mágico que a mí me fascinaba. A los quince años entré en una compañía y a los diecisiete hice la Novia en «Bodas de sangre». La primera vez que subí a un escenario me quedé muda, pero enseguida me di cuenta de cuál era la clave, el juego. Y decidí cambiar el futbolín, que me gustaba mucho, y salir con mis amigos, por ir a ensayar. Me fascinaba... Yo quería jugar a ese juego, que además me servía para vencer mi timidez. Y ya cuando me dijeron que se pagaba... Todavía hoy me sigue pareciendo extraño, lo reconozco... Me pagan por jugar.
- No lo diga, a ver si se va a aprovechar algún productor.
-Ya, pero depende también de lo que sea. Cuando tú ves que has generado mucho dinero, también quieres tu parte. La primera vez que vi un sobre con dinero me pareció increíble. Claro que es tu profesión y que tienes que cobrar por tu trabajo, pero a veces me daría igual cobrar. No me voy a volver loca ni a hacer cosas por amor al arte, pero es tan fascinante... Es un privilegio poder vivir de lo que uno sueña.
-¿Qué tal su experiencia en esas primeras «Bodas de sangre»?
-Lo hice fatal. Todavía recuerdo lo mal que decía: «¡Ay, qué sinrazón!» Me encantaría volver a hacerla, pero ya la Novia se me ha quedado un poco joven... Hay varias funciones que me gustaría volver a hacer para ver qué sensación tengo ahora en un personaje que interpreté hace tiempo.
-Decía que La Abadía le cambió la vida. ¿Fue aquí donde decidió que éste era su futuro?
-Cuando estaba en esa compañía semiprofesional de la que hablaba me parecía imposible vivir del teatro. Ni se me pasaba por la cabeza. Pero cuando llegué a La Abadía, me di cuenta de que estaba trabajando con el gran José Luis Gómez, en la primera función de la casa y que era la primera función en la que yo ganaba dinero... Y de repente me encuentro con que hay camerinos como Dios manda, con que se cuidan las cosas... Es otra profesión. Ahí descubro que en el pack de actor no va lo de cargar y descargar, ni montar los decorados... Resulta que es una profesión que tiene muchas profesiones alrededor; que existe la sastra, que existe el iluminador, y que es un trabajo mucho más serio de lo que yo creía. También la obra, «El retablo de la avaricia y de la muerte», supone un antes y un después para mi. No sé cómo explicar lo que me produjo ese momento. Quienes hicimos la función seguimos siendo amigos íntimos, y de aquello hace más de quince años. La obra se convirtió en un fenómeno teatral. Recorrimos el mundo con esa función, y yo flipaba. Trabajar en La Abadía, adonde venían los grandes maestros, fue un privilegio. No tiene nada que ver con el resto del teatro, y es un orgullo muy grande formar parte de los cimientos de esta casa.
-Ha hablado de maestros. Imagino que usted es de las que piensa que esto es un aprendizaje continuo.
-Claro. Aprendes de gente a la que ves trabajar, después de la gente que está contigo en el escenario, de la gente que es mayor que tú. Y ahora estoy aprendiendo de gente que es más joven que yo. Y eso es muy renovador, muy sano. En televisión he trabajado con críos que he visto crecer a mi lado, y me sorprendo. Sobre todo aprendo mucho de una frescura, de una pureza que no hay que perder nunca.
- ¿Usted puede explicar lo que siente cuando entra en un escenario?
-Es inexplicable. No me suelo poner nerviosa, pero es una sensación muy excitante. Sientes que «no hay vuelta atrás, que lo tienes que agarrar por los cuernos». Y me gusta la sensación de control que tiene el escenario. Tienes que controlar al público, lo que está pasando entre tus compañeros y tú, lo que está pasando dentro, entre cajas... Si alguien tose y hay que elevar la voz, si se abre una puerta, si suena un móvil y te tienes que callar dos segundos... Aparte de hacer un personaje y de crear una historia y hacerla posible, se requiere un control que produce mucho bienestar; y eso es adrenalina, por eso cuando terminas la función no puedes irte a casa, tienes que quemarla de alguna manera. En el escenario necesitas una concentración increíble. Yo soy una persona muy descontrolada en todo, totalmente desorganizada; soy un caos. Y lo único que a mí me corrige y me pone en mi sitio es el escenario. No tengo sentido de la orientación, pero en el escenario no me pierdo. Yo creo que incluso me hace mejor persona.
-¿Es consciente de cómo y cuánto le han modificado los personajes que ha interpretado? ¿Hay alguno que le haya hecho reflexionar hasta el punto de cambiarla?
-Seguramente. Muchas veces no somos conscientes de ello. También depende del momento de tu vida en que te encuentres con el personaje. Por eso me gustaría retomar algunos personajes; no porque los vaya a hacer mejor, sino porque los entenderé mejor. Y si los entiendo es porque algo me aportaron en su momento. No sé, por ejemplo, si «La tortuga de Darwin», me produciría en otro momento lo que me produce ahora. Me emociona mucho lo que cuenta Juan Mayorga, precisamente porque no es un humano quien lo cuenta. Harriet, la tortuga, lo hace desde la ignorancia, y la ignorancia es maravillosa. Yo me considero una persona muy ignorante y eso me gusta mucho; parece que así sufres menos. Y de «La Tortuga» he aprendido que vivir es adaptarse, una frase que ella dice y que es maravillosa. Cada vez que tengo un momento de ira o de bajón, miro hacia Harriett. Y soy una persona más serena.
- Hay algo también que le ha cambiado la vida, que es la televisión. ¿Le ha quitado más de lo que le ha dado?
-No... A ver. Lógicamente, me ha quitado intimidad, por supuesto. Yo decidí hace dos años dejar el personaje de Aída, con todo el respeto, el amor y el agradecimiento... Y no sólo al personaje, sino a todo lo que le rodea; la gente que apostó por mí y los que hacen el esfuerzo para que eso salga. Fue una decisión muy complicada de tomar, pero me di cuenta de que estaba empezando a quitarme algo. Ponía en la balanza lo que me daba y lo que me quitaba y no me compensaba. He aprendido mucho en este medio y me considero una privilegiada. Pero de repente me llegó la sensación de que no me estaba aportando nada. Aunque es mentira, la culpa de que pasen por delante de ti oportunidades y no las aproveches es tuya, no de la serie. Pero lo que me ha aportado el teatro -«La tortuga de Darwin», en realidad- es nuevo, y todo lo que es nuevo... Siempre he hecho teatro, pero con «La tortuga» está pasando algo muy emocionante. Como el premio de ABC. Llevo diez años recibiendo premios por el mismo trabajo, por «Aida», cosa que agradezco enormemente. Pero ¿sabe lo emocionante que es ver que aparte soy otra cosa? Ya hay mucha gente, dentro de la propia profesión, que se encarga de no te sientas bien del todo por hacer tele, y que se empeña en quitarle valor. Y me parece terrible, egoista y de ignorantes. Porque es muy difícil hacer ese tipo de serie, y lo digo por todos los compañeros que están trabajando conmigom de mí que digan lo que quieran. Estás doce horas metido en un plató y tienes que ser muy gracioso, y tienes que llegar al público, y tienes que trabajar con mucha verdad, y tienes que aprender guiones a diario, y tienes que hacer seis millones de audiencia, y tienes que dejar el pabellón muy alto. ¿Por qué se habla de un modo tan peyorativo de la televisión? Si un actor trabaja en la tele, es un personaje. Si lo hace en el cine o el teatro, es un artista.
-¿Cómo se digiere pasar de ser Carmen Machi a ser Aida? ¿Puede controlarlo uno solo?
- A mí no me pilló demasiado joven ni ocurrió de la noche a la mañana. Yo entré en «Siete vidas» para hacer un capítulo, y luego mi personaje se fue alargando hasta crearse un spin off. A mi no me llamó Luis San Narciso -el santo de los actores-, que me había visto muchas veces aquí, en La Abadía, para darme un protagonista. En la tele fui muy poco a poco. Fue tan progresivo que resultó muy bonito, muy gratificante. Incluso cuando iba por la calle con cualquiera de mis compañeros, a la última que reconocían era a mi. Cuando llegó «Aida» sí se produjo el fenómeno fan, que es muy diferente. Y ahí todo cambió. Empiezan las fobias, empiezan los miedos, empiezas a no querer salir de casa, a pasarlo francamente mal. Sobre todo porque ves que está desbordado, que la gente no piensa que detrás hay un actor y una persona... Y se acercan con un cariño increíble, nada reprochable. Pero tú no tienes energía para darles todo lo que te están dando. Cada persona te ve una vez, pero ellos ocupan cada segundo de tu vida.
-¿Y qúe papel juega la gente que le rodea?
-A algunos tienes que advertirles que no eres nada especial. Te dan mesa en los restaurantes sin problemas, no te cobran el pan... Empiezas a ver lo feo de esto, que es el exceso de amabilidad, y que yo no entiendo. Ya no es el «me gusta tu trabajo, qué bien me lo paso contigo». No, ya es otra cosa, y es que te quieren hacer sentir especial. Y no lo eres. Lo malo es que les pasa también a chavales muy jóvenes que no tienen todavía tan amueblada la cabeza, que ganan mucho dinero de repente, mucho más del que sus padres han ganado en toda su vida. Y se compran casas y coches con veinte años. Y encima les tratan divinamente. ¿Quién tiene la culpa de que se lo crean? Los que los rodean; muchos de sus padres están encantados, y no son ellos quienes les van a decir que no se lo crean.
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