Elogio del cine y del jamón
El cine es un poco como el jamón, que a cada cual le gusta cortado de un modo, aunque, en realidad, lo que todos buscan no es el corte sino la explosión de su sabor. A lascas, a tacos o a lonchas, pero que inunde ... el paladar. Juan José Campanella tiene un modo particular de cortar el cine que no siempre satisface a todo el mundo, pero nadie le podrá reprochar que a sus películas les falte ni gustillo ni condimento. Más bien, les suele sobrar. Menudo rollo para decir que «El secreto de sus ojos» es prácticamente el mejor jamón cortado de la mejor manera...; no habrá películas perfectas tal vez, pero sí hay películas que funcionan a la perfección: ésta es una.
El esquema es afilado: un personaje nos va a desvelar al menos dos historias turbias del pasado, una de intriga y otra de amor esclerótico. En el cine hay que tener más cuidado con la memoria que con los talones bancarios, pues suele cristalizar en unos flash-back tan relamidos como la pelota del chucho. Y así arranca «El secreto de sus ojos»: tren, despedida, cristales empañados, manos que no se tocan.... ¡raaaas!... a la papelera. Qué gran idea de Campanella, emparejar la agridulzona memoria con la mala literatura. A partir de ahí, confías en el cuchillo jamonero del director.
Mucho antes de que uno meta los pies en los terribles y fascinantes acontecimientos que se relatan, ya se ha prendado al menos de tres o cuatro personajes y del buen texto que manejan: un empleado judicial (grande Guillermo Francella) que no pega ni sello y que conoce un pasadizo desde su mesa de trabajo hasta la barra del bar; su compañero, Benjamín Espósito, el protagonista (el mejor Ricardo Darín, el de la lengua rápida), ahora un tipo gastado pero entonces un policía sin mucho futuro; la jefa de ambos, la instructora Irene (Soledad Villamil, aquí millón), la luz cegadora de Darín en aquel tugurio..., y otros cuantos personajes tan bien trazados, desde el juez al poli villano, desde los buenos a los malos, que todos los tiempos de la historia, todo su trasunto criminal y social, y todo su ringorrango suenan como una orquesta.
Lo que funciona, funciona tan bien que desbarata las posibles pegas (las dos barbas de Darín); y hay tanta electricidad y calor en las relaciones de los personajes, especialmente en las amorosas, tan llenas de inhibiciones y complejos, que ni se notan apenas las zonas de penumbra o más tibias, y los momentos de fibra y de nervio son tantos y tan corpulentos que tapan alguna flaqueza o titubeo.
Y, en fin, luego está el hueso del jamón, el horror de la historia de una nación, de una persona, de un tiempo perdido, que le da sabor al caldo.
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