El corte de los cortes
Todo lo que es sólido, decía Marx, se disuelve en el aire. Resulta que el sacrificio fundacional del arte moderno no lo habría realizado Van Gogh sino Gauguin. Esto es lo último que podíamos esperar. Se me acaban de caer, como suele decirse, los palos ... del sombrajo. Sabíamos que aquellos dos pintores airados o, mejor, sometidos a la ventolera rondaban, con desigual fortuna, los burdeles y que pasaban del entusiasmo a la honda depresión. Y teníamos los datos míticos para que el hombre del pelo rojo fuera el proto-mártir, aquel que garantizaba todos los desafueros y sacrificios inverosímiles de los artistas de cualquier pelaje.
El suicidado de la sociedad, aquel que obsesionó a Artaud, resulta que estaba dispuesto a cruzar la laguna Estigia sin automutilarse. Aunque estemos acostumbrados a la secularización, la deconstrucción e incluso comamos cosas salidas de la thermomix, lo que perjudicará, definitivamente, nuestro estómago será este súbito sablazo poshistórico. Necesitábamos que esa oreja estuviera desquiciada, lejos del rostro como rastro de la locura y del heroismo pictórico. Ahora tendrán que tasar a la baja todos los cuadros de Van Gogh y puede que sus paisajes, flores y retratos nos parezcan, recuperada la escucha dual, meramente cursis. Porque era la biografía mítica lo que sostenía todo el tinglado. ¿Qué hacemos, tras esta demoledora revelación, con Kirk Douglas, que pasó de estar en cueros en plan gladiador a encarnar las angustias multicolores del holandés? ¿Cómo podemos volver a ver «Blue Velvet» con aquella otra oreja entre el césped de la que salen, a la manera buñuelesca, hormigas? De verdad, el edificio de la leyenda artística cae, con estrépito, por tierra. Y todo por culpa de unos historiadores estrictos, pesados y maestros de la desilusión, que han empleado media vida en destrozar lo que permitía que siguiéramos con la cantinela del sufrimiento como garantía de las bienaventuranzas en el mundillo del arte. Resulta que todo era un asunto de amigotes riñendo a la puerta de un tugurio. Creíamos que Van Gogh había mandado su oreja en un sobre como en una especie de secuestro a la mexicana, incluso parecía un heredero de Sócrates, convertido en un coloso, al beber la cicuta. Pero no, esa no era la verdad: el sacrificio era un camelo, el tajo te lo da siempre un colega o la historia. A traición.
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