Los hombres viven y mueren y no son felices

Los Tuilos es un bonito hotel rural regentado por Pedro, situado a las puertas del parque natural del Alto Tajo

Los hombres viven y mueren y no son felices CORINA ARRANZ

ALFONSO ARMADA

Cuando preguntamos si tiene habitaciones libres no se sonríe, no ironiza, no dice una palabra de más. Nos dejamos seducir por el aspecto sobrio y acogedor de un hotel que Walter Benjamin hubiera podido reconocer como el del Abismo, y no solo porque se llame ... Los Tilos, cuelgue a la entrada de Beteta, uno de los pueblos más hermosos de Cuenca, puerta del parque natural del Alto Tajo, y domine un valle, un cruce de caminos, los campos dorados, el atardecer del mundo, y sea un emporio de silencio. Hasta que aparecieron María (psicóloga que enseña a los viejos a sobrellevar la soledad, «a controlar el pensamiento») y Wilfred, su perro, éramos los únicos huéspedes, los únicos en el comedor decorado con cuadros de la colección de arte español contemporáneo de Pedro Fernández Guillamón: recepcionista, camarero, dueño…. Un grato hotel fantasma, despoblado.

Es uno de esos hoteles con baldosas de barro cocido, limpísimo, cortinas blancas con listones azules, puertas que agradarían a Velázquez. Uno de esos hoteles que aman los escritores, los viajeros que huyen del bullicio, leen libros y periódicos que no consideran al lector imbécil, estiman la naturaleza sin degradar, el fervor del viento entre las ramas... Todo lo que Pedro Fernández Guillamón encontró en Beteta, su destino, su amor, tal vez su perdición. Cuando habla se coge los brazos y se los acaricia sutilmente, sin darse cuenta, como si acunara a un niño imaginario, el que concibió sueños que no se cumplieron.

Aunque nació en Cieza, cerca del campo de Ricote, en Murcia («soy de campo»), en Cuenca estudió el bachillerato. A pesar de que eran diez hermanos y de que su padre trabajaba de delineante, le negaron la beca para estudiar Económicas. Y la vida empezó a torcerse. De hecho, acabó de hotelero por accidente: «me había jurado no serlo nunca». Opositó sin suerte. Se matriculó en la universidad a distancia («no hice nada»), trabajó en el registro de la propiedad, y se metió en política. Fue uno de los impulsores del PSOE en la provincia («conseguimos un diputado y un senador, lo insospechado»), creó el sindicato, peleó con Bono para convertir a Cuenca en capital de la comunidad, fracasó, se desencantó... Era de quienes creían «en el bien común». Ahora se enfada cuando ve lo que pasa: «No soporto el cinismo».

Un lugar digno de visitar

Solía acampar por estos parajes. Vió que subastaban una «hostería de montaña» sin terminar, y la compró. La cosa fue bien hasta 1992, luego, «a pesar de los fondos europeos, el turismo no cuajó». Desde que se instaló aquí, Beteta y la vecina El Tobar han pasado de 800 a menos de 400 almas, y de las 30.000 cabezas de ganado, ovejas en su mayor parte, «apenas quedan. La despoblación hace poco atractiva la región, escasean los servicios. Pero si no somos capaces de apreciar el silencio, pasear con el sol en la cara, escuchar el canto de los pájaros, el viento en los árboles… Mejor abstenerse. Estamos en un paraíso que no hemos sabido vender».

«El hotel va muy mal. Estoy intentando resistir, refinanciar la deuda, pero los bancos no dan créditos…». Se queja de la circunvalación que postergó a Beteta, de la competencia desleal de las casas rurales: «Con subvenciones de hasta un 60 por ciento, mientras que yo tuve un 17 por ciento con diez empleados…Un cúmulo de despropósitos» que sobrelleva como un estoico al frente de un hotel digno de Montaigne. Antes de estrellarse en la carretera, Albert Camus escribió que los hombres viven y mueren y no son felices. Pero esta es la vida, y Pedro Fernández Guillamón está decidido a seguir luchando. Contra toda esperanza.

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