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En defensa del Estado de Derecho

En contra de lo que se suele pensar, durante los años treinta en España hubo una brillante vida académica

En defensa del Estado de Derecho nieto

fernando garcía de cortázar

La cultura española de los años treinta estaba muy lejos de ser ese páramo con lujosas excepciones que hemos ido construyendo en la imaginación de un país azotado por la guerra y desmoralizado por la quiebra de un proyecto nacional cohesionado. Nada tenía de excepcional la aspereza con que en España se debatían las cuestiones políticas, aunque hayamos ido aceptando nuestro carácter social defectuoso y nuestra frágil textura cívica. La intolerancia, la exasperación y los horizontes de tiniebla amenazaban el orden liberal de Occidente, que ya se había desplomado en puntos de referencia para la cultura europea, como Alemania e Italia . No era España una excepción en el recurso a la acción violenta, en la orgía insaciable de las identidades nacionalistas o en la vergonzosa querencia a acabar con la libertad.

No. España no era un yermo científico acompañado del brillo genial de algunos poetas y artistas plásticos. No era un país en el que la ausencia del rigor universitario se compensara con la fuerza de la imaginación artística. Esta ha sido la versión más edulcorada de la nación de charanga y pandereta que no ha dejado de reescribirse, en beneficio de quienes creyeron que la historia de España se iniciaba en 1939, ya fuera en los recintos ideológicos de los vencedores, ya fuera en las zonas de peregrinaje sentimental de los vencidos. La Guerra Civil supuso la frustración de un inmenso caudal de labor sedimentada en el silencio de las bibliotecas, en la sobriedad atenta de las aulas.

La escisión

Para quienes vean aquella etapa de la historia de España como un momento de desorden intelectual y devaluación universitaria, convendrá que recordemos el trabajo espléndido realizado en un área tan implicada en la defensa de la Constitución y de la democracia parlamentaria como la filosofía del derecho. A su lado, el derecho político mostraba su capacidad de abordar los mismos desafíos a los que se hacía frente en los prestigiosos campos del saber académico europeo. Antes de que se creara el mito de un país cuyo conocimiento de la cultura solo se adquirió a través del forzado exilio de los años cuarenta, hay que recordar la calidad de unas líneas de investigación que se frustraron por la tragedia de la Guerra Civil. Porque, para quienes admiramos el festín de la inteligencia ofrecido entonces, nada hay tan desolador como la elección de bando en 1936 a la que se vieron abocados maestros y discípulos, creando una escisión que impidió el trabajo en común de quienes habían sido colaboradores del saber hasta las penosas jornadas de la contienda.

La Guerra Civil supuso la frustración de un inmenso caudal de labor sedimentada en el silencio de las bibliotecas, en la sobriedad atenta de las aulas

En 1931, cuando advenía el nuevo régimen, se jubiló de su cátedra de la universidad de Madrid Adolfo Posada, escritor regeneracionista y verdadero creador del derecho político contemporáneo español. Posada había mostrado hasta qué punto un profesor universitario debía aceptar la responsabilidad social y nacional que demandaba un país que busca su modernización. Esa proyección cívica le permitió recordar en la crisis de mediados del periodo republicano, que un Estado no podía caracterizarse solamente por su capacidad coactiva, sino por su identificación con las normas del derecho. «Al conocimiento y al goce real del Estado se llega ahondando en él; porque el Estado es cosa de adentro, es una labor de su fuerza inmanente -el espíritu del pueblo, la conciencia nacional-, que no son éstas frases, sino realidades». Un Estado legítimo se construía sobre la afirmación de sus fines, no solo sobre la exposición de sus orígenes. Era lo que había mostrado el nuevo constitucionalismo francés heredero de la revolución de 1848. Pero era, sobre todo, lo que el regeneracionismo había rescatado del pensamiento tradicional español , en especial de Francisco Suárez. Era la defensa del Estado antimaquiavélico, de la autoridad que buscaba el bien común, del poder que no se limitaba a incrementar su autonomía.

La ciencia jurídica avanzaba, así, con especial atención al progreso de sus diversas disciplinas en las universidades europeas, y sobre la conciencia de una aportación histórica que la España católica había diseñado al establecer el derecho de gentes y dar sustento a una concepción del Estado que huyera de las formulaciones absolutistas. Luis Recasens Siches, autor de una monografía insustituible sobre las «Direcciones contemporáneas del pensamiento jurídico», mostró el nivel al que había llegado la universidad española en el conocimiento de las corrientes europeas de la filosofía del derecho. El formalismo neokantiano, la filosofía de los valores, la fenomenología, eran opciones familiares y debatidas en libros y seminarios, mientras esas oposiciones exigentes, que hoy provocan la furia inexplicable de tantos profesores, aseguraban que el saber universitario se garantizase por el rigor de quienes iban a impartirlo.

Más que eruditos encerrados en su propia satisfacción científica, estos hombres presentaron batalla para ofrecer a la nación una conciencia firme

Uno de estos brillantes opositores fue el católico y conservador Luis Legaz Lacambra, cuya tesis doctoral sobre Kelsen había mostrado ya una extraordinaria perspicacia para comprender la dignidad y los límites del formalismo neokantiano. El Estado de Derecho se presentaba, de este modo, como objeto a definir por una orgullosa elite de intelectuales de sólida preparación internacional, una egregia promoción de universitarios que manifestaba la altura alcanzada en la reflexión sobre los problemas de construcción política y cultural de una España moderna. Dedicaban sus esfuerzos a su disciplina, pero la ensancharon siguiendo el magisterio de Ortega: un saber concreto es siempre perspectiva parcial que debe aspirar a la totalidad. Por ello, más que eruditos encerrados en su autosatisfacción científica, estos hombres presentaron batalla para ofrecer a la nación una conciencia firme, una confianza en sus recursos intelectuales, una serena aceptación del acervo sobre el que construir nuestra convivencia. España era, por entonces, mucho más la ilusión candente que latía en el trabajo de estas figuras notables, que la desesperada melancolía o el furioso sectarismo con el que tirios y troyanos han tratado de explicárnosla.

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