Difuntos ilustres: la doble muerte de los padres de la Patria
España no se ha distinguido por dispensar un trato especialmente solemne a los restos de sus estadistas
ISAAC BLASCO
Pocos como Gaspar de Guzmán, el conde-duque de Olivares, acumularon tal nivel de poder entre los dirigentes políticos en la Historia de España. Su mano dura le llevó a caer en desgracia, tanto que fue a morir en el destierro de Toro al poco ... de su defenestración. Le hubiera gustado hacerlo en su señorío de Loeches, un pequeño municipio cercano a Madrid. En un sobrio convento de esa localidad, edificado bajo su protección cuando aún pasaba por hombre fuerte en la corte de Felipe IV , reposan sus restos. Así lo dispuso en vida.
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Su sepultura, cubierta con una sencilla lápida en mármol negro, recoge una seca inscripción en la que se da cuenta de algunos de sus títulos y honores, de la fecha de su muerte –22 de julio de 1645– y de que su mujer, Inés de Zúñiga y Velasco, le acompañó en ese irreversible destino dos años después, el 12 de septiembre de 1647. Ésta, emparentada con la Casa de Alba , debió de ejercer una especie de «efecto arrastre» en el resto de la estirpe: en 1909, Jacobo Fitz-James Stuart y Falcó, XVII duque de Alba , agregó al convento una capilla en la que incluyó un panteón familiar cuyo diseño remeda el de Reyes en el Monasterio de San Lorenzo de El Escorial .
Suárez reposa en la catedral de Ávila
El del valido de Felipe IV es un caso contado de estadista cuyos huesos han dado en el emplazamiento que su propietario escogió en carne mortal. El expresidente Adolfo Suárez es casi otra rareza en este sentido: junto a los de su esposa, ya descansa en la catedral de Ávila por voluntad propia , cumplimentada hace muchos años ante el cabildo catedralicio.
Tanto uno como el otro son excepciones. La mayoría traza una peripecia en la que se mezclan disposiciones no respetadas, episodios de lamentable incuria y hasta detalles que basculan entre lo macabro y lo surreal.
La conciencia de honrar «con dignidad» el sueño eterno de esas figuras perdurables en la historia nacional despierta en 1837 y se concreta «durante el Sexenio Revolucionario», según explica José Luis Sancho, historiador de Patrimonio. En este periodo (1864-1874), el Gobierno de los generales Prim y Serrano culmina la creación de una especie de «mausoleo patrio» con sede en la madrileña Basílica de San Francisco el Grande.«El criterio, muy abierto y de vocación retrospectiva, llevó a trasladar los cuerpos de ilustres de todos los ámbitos y épocas, entre ellos los de Quevedo o Calderón de la Barca», indica Sancho.
«Perdidos» por el camino
Las convulsiones de aquel periodo malograron el proyecto y, por el camino, tanto Quevedo como Calderón acabaron en paradero desconocido...En ese panteón fallido fueron depositados también los restos de Garcilaso de la Vega, Alonso de Ercilla, Juan de Villanueva o Ventura Rodríguez. Tras quedar el asunto en vía muerta, todos fueron devueltos a sus lugares de origen.
Los vaivenes del siglo XIX, con un permanente ruido de sables enrareciendo el ambiente político, no consiguieron enterrar la veleidad de dotar un lugar común en el que reunir los despojos de las figuras principales del país. Pero en esta ocasión la iniciativa moderó su alcance para ceñirse a la época contemporánea y a los ámbitos castrense y político.
El impulso de la Regente María Cristina resultó determinante para que la Basílica de Atocha, tras ser reedificada por la amenaza de ruina del templo original, se convirtiera en un trasunto de los Inválidos de París donde tuvieran acomodo los restos de militares y políticos con un papel destacado en el devenir colectivo de los españoles. Esta vez ni escritores ni arquitectos: solo generales y hombres de Estado.
Esta reserva del «derecho de admisión» enlaza precisamente con el uso de la parte aneja de la iglesia como cuartel de los Inválidos. Allí comenzaron a ser inhumados quienes lo habían dirigido –Palafox, Prim, Castaños...–. «Con posterioridad, se dio cabida a políticos de esos años», varios de ellos, como Canalejas , Cánovas del Castillo o Dato, caídos en «acto de servicio».
Grandes ausencias
Aparte de los de esos tres expresidentes, otros tantos túmulos acogen los restos del marqués del Duero, Ríos Rosas y Sagasta. En otro, colectivo, yacen Martínez de la Rosa, Argüelles, Muñoz-Torrero, Olózaga y Mendizábal.
El conjunto, de una estética determinada pero de indudable valor artístico, es obra de escultores como Benlliure , Estany o Querol. De hecho, los mausoleos son el mayor reclamo de un recinto casi desconocido y, por ello, muy poco visitado.
Fue el general Primo de Rivera de los últimos años el que «dejó morir» el Panteón, sobre todo por las connotaciones alfonsinas del recinto, obra del arquitecto Fernando Arbós. Tampoco antes Cánovas, con unas coordenadas ideológicas muy definidas, resultó ser un gran entusiasta del lugar que, paradójicamente, sería su última parada.
Pese a los tímidos intentos de «reverdecer» el Panteón de Hombres Ilustres para preservar la memoria de los más egregios de la Historia de España, la «psicología colectiva» –vinculada casi siempre a los colores políticos– ha venido ejerciendo de freno para seguir haciendo del Panteón un rincón casi clandestino. Allí faltan, entre otros muchos, los presidentes de la I República Pi i Margall, Salmerón o Figueras –enterrados en el cementerio civil de Madrid–, Castelar –en el de San Isidro–, Alcalá-Zamora –en el de La Almudena– o Calvo Sotelo –en Ribadeo–.
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