VERSO SUELTO
La suerte de la fea
Hay una Feria bella y otra, mayoritaria, de salir corriendo y avergonzarse de ser de Córdoba
A la Feria de Córdoba, ese extraño apéndice de sordidez extrema de la que algunos dicen que hay que sentirse orgulloso, se le puede decir aquella vieja frase de la juventud en fase de apareamiento indiscriminado: «No hay gente fea, sino copas de menos». La ... fórmula de este relativismo con hielo es sencilla, pero tiene efectos secundarios, porque si al cabo de unos cuantos cubalibres las murallas de la exigencia se van convirtiendo en pilonas que suben y bajan, después de seguidas mañanas de huida o de persecución (según quien bajara el nivel) hay quien llega a la conclusión de que, total, no hay que ponerse tan fino buscando afinidades espirituales si más o menos todos los vecinos provisionales de colchón dejan igual rastro de sudor y soledad.
Lo bonito de la Feria de Córdoba está igual de mal repartido que en el resto de la sociedad, así que lo que de verdad vale la pena lo disfrutan los que pueden pagárselo y los demás tienen que conformarse con un sucedáneo de garrafón revenido, que habrá que tragarse a fuerza de empujones pensando menos en el mal sabor que en el purgatorio de plástico que tendrá como resultado.
En ese páramo diverso y cada vez más vacío, como una Seseña del Guadalquivir donde los huecos señalan la cándida autocomplacencia de quienes quisieron hacerse una burbuja festiva y ahora no saben por qué ha explotado, lo bello y lo que no está en otra parte es para los que tienen el dinero o la previsión de habérselo pagado todo el año. Pasa lo mismo que con las mujeres muy guapas, que no abundan, y menos pintadas con refregones de gótico negro o uñas de morado, y tampoco con aros metálicos en el ombligo. Tienen en común con el buen gusto que no están sólo en las familias ricas, pero también que son estas las que pueden hacerse mejor con su cercanía.
Como esas casetas tradicionales que sólo son ellas mismas cuando la celosía de esparto las separa del mundo y el calor, lo coqueto es una muestra a cuentagotas para quien tuvo la suerte o el palmito de ser capaz de disfrutarla de otra forma que viendo las fotos en los periódicos.
En la Feria y en la vida hay clases medias, y quien sepa buscar y no tenga bolsillo ni labia será capaz de encontrar cosas que valgan la pena, platos a buen precio donde el camarero no mire con cara de asco por que el polo no sea de esta temporada y donde el conjunto de desarmonías produzca algo mucho mejor que la belleza, como decía Benedetti. Es lo que pasa en algunas pocas casetas de cofradías y en otras con buena voluntad que no sucumbieron a la franquicia encubierta, y donde hay observadores que, lo mismo que el buen rastreador de libros de viejo, dan con una felicidad que no tiene ni el glamour falso de lo nuevo rico ni la desasosegante vulgaridad de un bazar chino.
Luego está el resto, que es la mayoría. Una feria fea de caerse, de salir corriendo, de no admitir que a uno le gusta delante de la gente, de avergonzarse de ser de Córdoba, de decirle diferente para no gritarle espantosa; una Feria de romper los espejos y ponerle dos rombos para que los niños no la miren, de casetas que compiten en horrores y de sitios que habría que precintar; una Feria, en suma, que sólo se puede aguantar bien cocido de ron. Poco hay que hacer, porque no habrá concejales ni ordenanzas capaces de reglar el gusto ni el paladar de la gente, y menos a estas alturas con tanto panegírico a la Feria tan abierta que acabó entrando todo menos lo bueno. Paradojas de la vida, mientras hay excelentes restaurantes que tienen que cerrar por falta de clientes, las casetas-chiringuito llenan las mesas y los bolsillos. «La suerte de la fea, la guapa la desea». que diría mi abuela.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete