VERSO SUELTO
Vino sin letras
LUIS MIRANDA
No he conocido mejor elogio de la lectura ni explicación más sutil de lo que puede proporcionar un libro bien escrito que el reportaje de Televisión Española en el que se contaba cómo en un hospital se ofrece la literatura como alivio para los días ... eternos de la convalecencia, la espera y el dolor del tratamiento. Pocas palabras, aunque las digan quienes sí se forjaron a sí mismos devorando páginas que nunca quisieran terminarse, pueden hablar mejor que el carrito que se asomaba a las habitaciones para invitar a leer a los enfermos y a sus acompañantes, y así abrir nuevos mundos donde las inyecciones y las radiografías fueran mucho menos importantes que la inteligente mirada salvaje de los perros de Jack London o que el momento en que Miguel Delibes cuenta la historia del niño que tiene que empezar a andar el camino de crecer solo.
Si Vargas Llosa dijo que lo más importante de su vida le había sucedido cuando aprendió a leer, en los ojos de quienes se escapaban del hospital por la ventana esperanzadora y luminosa de las páginas brillaba la certeza de que no iban a tener mejor compañía ni roca más sólida que la suerte de perderse en la armonía sutil de las palabras, bellas por el mundo mejor al que se abren y por el fulgor ingrávido del escritor que consiguen que luzcan eternas por sí mismas.
Lejos de aquel carrito, donde por cierto las obras grandes le quitaban el sitio a los productos prefabricados para mentes ávidas de comprar lo que está de moda, las instituciones seguían con las proclamas vacías y las lecturas continuadas, como si Don Quijote fuese un conferenciante o un salmista, y después con las fotos en las que los políticos, ayunos casi siempre de otro pensamiento que no sea el del argumentario y de otra creatividad fuera de las superproducciones que pagan por salir en la televisión, se van a por los libros que dice que venden mucho y les prometen a las cámaras, sonrientes y sin saber muy bien cómo se cogen esos objetos sin circuitos electrónicos, que leerán un apasionante enigma histórico o un relato escabroso de látigos que dan gusto.
Más lejos todavía, en esta Córdoba que un día se soñó cosmopolita y culta porque le iban a dar un premio sólo con llevar camisetas azules, la Feria del Libro pasa con el silencio de las cosas que de verdad importan y sin que ningún vecino se tenga que quejar de que molesta. Por no hacer ruido, ni siquiera los cordobeses se han molestado demasiado en dejar las compras de ropa ni el aperitivo en la terraza, y así de paso avergonzaban otro poquito a los demás y dejaban las presentaciones y los actos con una media entrada más bien corta para la ciudad grande que es y casi ridícula para la gran ciudad que le mintieron diciendo que era.
Hasta Lorenzo Silva, un escritor que se ha ganado el aprecio de un público amplio y de quien sabe leer con una serie de novelas negras muy bien metidas en honduras y reflexiones, tuvo que conformarse con cincuenta personas, aunque luego Vicent, acaso por la disciplina de pose, mejorase un poco, no del todo, el bochorno de ver casi solos a quienes sí tienen algo que decir mientras casi toda la ciudad ahogaba el entendimiento en el vino.
Las pocas casetas que se atrevían con obras que no fuesen para niños y con literatura que saliera de los misterios de mundos exóticos y pretéritos, abrían el horizonte apasionante de sus libros con el sigilo de quien ha aprendido que sólo callando se puede disfrutar de lo que mejor suena. Al final los que mandan se han salido con la suya de tener una ciudad gobernable y ebria, enlucida de verborrea y encima ensoñada en que lo suyo es la cultura del vino y el arte del salmorejo.
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