NOTAS MARGINALES
La línea rojísima de Javier Moliner
«Parece el precursor de un nuevo estilo, acaso llamado a conjurar en un futuro la desafección de los ciudadanos hacia una clase dirigente empeñada en ser vista como una casta»
Francisco Martínez, el sujeto laminado por el pragmático Javier Moliner como vicepresidente primero de la Diputación de Castellón, tiene trazas de actor de reparto en una película de Jorge Negrete. Su estética demodé guarda una curiosa correspondencia con su moral: también esta se diría de otro tiempo. Sin embargo, ay desgracia, a la luz de los hechos ni la una ni la otra parecen del todo superadas. La imagen de Moliner tampoco es la arquetípica de la hornada de dirigentes populares de su generación. Antes al contrario, el aspecto del actual referente de la provincia de Castellón, ese cuya identidad dice desconocer un Carlos Fabra en barrena desde que fue condenado, podría encajar en cualquier opción que tenga como pilares el derroche de sentido común y el ahorro en gomina y pantalones de pitillo.
Quizá por su formación de ingeniero (superior), Moliner se plantea la resolución de los conflictos como si fueran problemas matemáticos: para cada uno de ellos escoge la única fórmula posible con que obtener el resultado correcto. Y desprecia lo accesorio. En el caso de marras, al presidente provincial de Castellón le ha resultado indiferente que las sospechas sobre la operación que se ha llevado por delante a Martínez partieran de Compromís. Tampoco le ha sido necesario enredarse en una maraña semántica para tratar de hallar la condición adecuada que correspondería atribuir por su proceder al ya exvicepresidente de la institución. Lo ha largado tras comprobar la certeza de que éste pretendía beneficiar a su hijo valiéndose de su condición administrativa, y punto. De hecho, en el imperio de la responsabilidad política, la condición exacta del que actúa así es la de perfecto sinvergüenza, y ese mismo pensamiento ha debido de moverle para poner tan expeditivamente de patitas en la calle a su segundo.
Moliner, tras zafarse de la sombra demediada de su otrora mentor, viene actuando como ese tipo de político para quien la expresión «servicio público» connota algo más que una hilera de letrinas de pared en un centro comercial. De alguna manera, parece el precursor de un nuevo estilo, acaso llamado a conjurar en un futuro la desafección de los ciudadanos hacia una clase dirigente empeñada en ser vista como una casta. Si no fuera por su pinta, podríamos facturarlo al parlamento sueco, o al noruego, con la seguridad de que allí encajaría bien. Pero es de Castellón, como casi todo el mundo.

