HOTEL DEL UNIVERSO

Trescientos años de la RAE

Por CARLOS MARZAL - Actualizado: Guardado en: Actualidad

QUE algo importante dure en España tres años constituye una curiosidad, que dure treinta representa un misterio, pero que dure trescientos significa un milagro, incluso para algo con siglas tan rotundas y de tan venerable aspecto como la RAE.

En los países prósperos, inteligentes y con amplitud de miras saben que el idioma que hablan no es sólo una herramienta de comunicación. (Aunque eso ya sería bastante como para tomarse en serio el asunto de la lengua propia.) En esos países ambiciosos no sólo tienen en cuenta el hecho de que el lenguaje configura nuestra manera de entender la realidad, de habitar en ella, sino que están convencidos de que el idioma es una industria. Como la tecnológica, como la médica, como la automovilística, como la naval. Saben que la lengua da empleo a miles de trabajadores (en escuelas, editoriales, librerías, universidades), que atrae a miles de turistas (que aprenden idiomas para viajar y viajan para aprender idiomas), que se erige como un impagable método publicitario de la imagen de un territorio, que se convierte en la primera necesidad a la hora de hacer negocios. De ahí que en esos países cuiden su idioma y las instituciones y organismos (ya sean públicos o privados) que investigan sobre él.

Los hablantes somos los dueños del idioma y hacemos con él lo que nos viene en gana -respiramos a través de él, comemos gracias a él, amamos con su ayuda. Pero lo hacemos, en la mayor parte de los casos, sin reparar en su naturaleza, en su anatomía, en su combinatoria (igual que no nos preguntamos a cada paso por la composición del agua que bebemos). Por eso es imprescindible que haya lexicógrafos, lexicólogos, lingüistas, gramáticos, que dediquen su energía y su talento a reflexionar, en nuestro caso, sobre el español. Las acepciones de las palabras son animales vivos. Las comas, los puntos y las reglas ortográficas son máquinas para intervenir en los acontecimientos. El modo verbal determina nuestra manera de enfrentarnos al destino de cada día.

Entre los escritores existen -simplificando- los partidarios de la Academia y los enemigos más o menos furibundos. A algunos les espanta el adjetivo Real, a otros les parece que nadie tiene derecho a legislar sobre el idioma, los hay que consideran la institución como una suerte de policía del lenguaje. Hubo un tiempo de adolescencia sentimental en que los poetas iban a mear a la puerta de la Academia, como un gesto de vanguardismo iconoclasta.

Según me dicen, la Academia es uno de los mejores clubes del país, con maderas exquisitas, con sofás chéster de cuero perfumado, con iluminación indirecta que invita a la meditación. Eso está bien: la importancia de las cosas empieza por el envoltorio. Para hacer diccionarios no hay que pasar frío, y es preciso estar bien alimentado, porque las palabras dan muchos quebraderos de cabeza. Los académicos y los lexicógrafos de batalla que trabajan en la Academia velan por nosotros, y los necesitamos, incluso cuando se equivocan (como con las últimas recomendaciones acentuales, con la denominación de la y griega, etc.), porque todo eso nos da materia para discutir a aquellos a quienes nos gusta discutir sobre las maravillas sutiles del lenguaje.

Todas las instituiciones útiles deberían tener, a l menos, trescientos años.

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