El hongo hallado en el suelo de las montañas de Noruega que permitió uno de los mayores avances médicos

ciencia por serendipia

La ciclosporina, utilizada para evitar el rechazo en los trasplantes de órganos, fue descubierta de manera accidental

Los ensayos con una pastilla azul contra la angina que los pacientes se negaban a devolver

La ciclosporina en el flujo sanguíneo Adobe Stock

Durante mucho tiempo los trasplantes de órganos eran casi imposibles porque el cuerpo rechazaba sistemáticamente cualquier tejido extraño que intentase establecerse en él, como si fuera un castillo medieval alzando sus puentes levadizos ante la llegada de un ejército enemigo.

Antes de la década de ... 1970, cuando los pacientes recibían un nuevo órgano vivían con la constante amenaza de que su propio sistema biológico atacara ese regalo de vida, convirtiéndolo en una batalla perdida de antemano.

En este escenario, aparentemente sin esperanza, surgió una sustancia milagrosa derivada de un humilde hongo y que cambiaría para siempre el destino de millones de personas en todo el mundo. Lo más fascinante de su historia es que su descubrimiento fue completamente accidental, un golpe de suerte extraordinario, una verdadera serendipia científica que nos recuerda cómo los avances más revolucionarios a veces ocurren cuando menos los buscamos.

Corría el año 1969 cuando en los laboratorios Sandoz de Basilea (Suiza) un equipo liderado por el microbiólogo Jean François Borel estaba recolectando muestras de suelo de diversas regiones del mundo con la esperanza de encontrar nuevos compuestos antimicrobianos, pues la carrera por descubrir antibióticos estaba en pleno apogeo tras el éxito de la penicilina

Durante una visita a Hardanger Vidda -una región montañosa de Noruega- los científicos recogieron muestras de tierra que contenían un hongo aparentemente insignificante llamado Tolypocladium inflatum. Inicialmente no parecía tener nada de especial, tan solo era otro microorganismo más en la inmensa biodiversidad del suelo.

El giro inesperado: de fracaso a revolución

Al analizar los metabolitos producidos por Tolypocladium inflatum los investigadores aislaron una sustancia que bautizaron como «ciclosporina A». Inicialmente la probaron como antifúngico pero resultó decepcionantemente ineficaz, un resultado que hacía que corriese el riesgo de ser descartada y condenada al olvido en algún rincón polvoriento de un laboratorio, como tantos otros compuestos que no cumplen con las expectativas iniciales.

Aquí es donde la historia da un giro fascinante, pues lo que parecía un callejón sin salida se convirtió en una autopista hacia el progreso médico. Durante las pruebas rutinarias de toxicidad los científicos notaron algo extraño: este compuesto parecía tener un efecto supresor sobre el sistema inmunológico, pero no de manera indiscriminada como los medicamentos disponibles hasta entonces, sino con una selectividad nunca antes vista.

Jean Borel, un visionario con formación en inmunología, reconoció inmediatamente el potencial de este hallazgo en un campo completamente diferente: los trasplantes de órganos. Y es que el principal obstáculo para el éxito a largo plazo de los trasplantes era, precisamente, el rechazo del órgano por parte del sistema inmunológico del receptor, un problema que había frustrado a médicos y pacientes durante décadas.

La belleza de la ciclosporina residía en su mecanismo de acción único, actuaba sobre un tipo específico de células inmunitarias -los linfocitos T-, que son los principales responsables del rechazo de órganos. Pero, a diferencia de los inmunosupresores existentes, no suprimía la médula ósea, esto significaba que podía prevenir el rechazo sin dejar al paciente completamente indefenso ante las infecciones una verdadera conceptual en el tratamiento inmunosupresor.

El impacto humano: vidas transformadas

Cuando los experimentos iniciales confirmaron el potencial de la ciclosporina comenzó una carrera frenética para llevarla a la práctica clínica. Sir Roy Calne, un cirujano pionero en trasplantes de la Universidad de Cambridge, realizó los primeros ensayos en trasplantes renales en 1978. Los resultados fueron asombrosos: la tasa de supervivencia del injerto a un año pasó de, aproximadamente, un 50% a más del 80%. Un salto estadístico que representaba miles de vidas que podrían salvarse La aprobación de la ciclosporina por la FDA -en 1983- abrió las puertas a una nueva era, en la que los trasplantes pasaron de ser procedimientos experimentales de alto riesgo a intervenciones terapéuticas establecidas con altas probabilidades de éxito.

De repente, órganos como el corazón, el hígado y los pulmones podían ser trasplantados con expectativas razonables de supervivencia a largo plazo, cambiando para siempre el panorama de enfermedades terminales que antes no tenían solución La ciclosporina modificó esencialmente lo que significaba recibir un trasplante, transformándolo de una intervención desesperada de último recurso con resultados inciertos a un tratamiento estándar con altas probabilidades de éxito miles de personas.

Así que ya sabe, la próxima vez que escuche sobre alguien que ha recibido un trasplante o lleve años viviendo con su nuevo órgano recuerde que esa posibilidad existe gracias a un hongo encontrado en el suelo noruego y a la perspicacia de científicos que supieron ver su potencial oculto.

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