Siglo XVI
Giordano Bruno, el sacerdote quemado vivo por defender que había mundos extraterrestres
grandes rivalidades de la ciencia
Aunque de planteamientos más filosóficos que científicos, el italiano acabó ajusticiado por la Inquisición, que lo tachó de hereje
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La mañana del 17 de febrero de 1600 Roma presenció uno de los actos más simbólicos de la historia: Giordano Bruno, filósofo y astrónomo, fue quemado vivo en la hoguera. Su crimen no fue político ni violento, sino intelectual.
Este episodio, más que un ... simple conflicto entre ciencia y religión, revela una batalla por el control de la verdad en una época donde la Iglesia católica era juez y legisladora del conocimiento. ¿Qué ideas eran tan peligrosas como para justificar semejante castigo? ¿Por qué Bruno prefirió la muerte antes que retractarse?
Un rebelde solivianta las certezas absolutas
El siglo XVI era un mundo de dogmas. La Iglesia católica, tras el Concilio de Trento (1545-1563), había consolidado su poder contra la Reforma protestante y cualquier disidencia. En este contexto, Giordano Bruno (1548-1600) -exsacerdote dominico italiano- emergió como un pensador incómodo. Su formación en Nápoles lo llevó a cuestionar no solo la teología, sino la propia estructura del universo.
Mientras la cosmología oficial hablaba de un cosmos cerrado con la Tierra en el centro, Bruno proponía un universo sin límites, lleno de innumerables estrellas similares al Sol, cada una con sus propios planetas. Para él, otros planetas podrían albergar vida inteligente, idea que contradecía la narrativa bíblica de la creación única del hombre.
Aunque no fue el primero en sugerirlo, defendió que la Tierra se movía, anticipándose parcialmente a Galileo. Estas ideas no eran meras especulaciones científicas: cuestionaban la interpretación literal de la Biblia y el lugar privilegiado del ser humano en la creación.
El verdadero núcleo del conflicto
Aunque hoy se recuerda a Bruno como mártir de la ciencia, sus choques con la Iglesia fueron principalmente teológicos: defendía el panteísmo -la idea de que Dios está en todo lo existente- y la transmigración de las almas, teorías incompatibles con el cristianismo. Para la Inquisición estas ideas no eran errores intelectuales, sino ataques directos a los fundamentos de la fe.
El proceso contra Bruno comenzó en Venecia en 1592, cuando Giovanni Mocenigo -un noble que lo había invitado a enseñar- lo traicionó. Según los documentos, Mocenigo actuó como informante de la Inquisición y presentó una lista de supuestas herejías, algunas de ellas inventadas.
La sentencia del 8 de febrero de 1600 fue ejemplarizante. Bruno fue declarado «hereje impenitente» y entregado al Estado para su ejecución, siguiendo el protocolo que permitía a la Iglesia lavarse las manos de la violencia directa. Le colocaron una mordaza de hierro para evitar que hablara a la multitud. Rechazó besar el crucifijo que le ofrecieron, diciendo: «Muero como mártir voluntario y mi alma subirá con el fuego al paraíso». Tras la ejecución sus cenizas fueron arrojadas al Tíber para evitar que se convirtieran en reliquias.
Poder, herejía y pensamiento heterodoxo
El caso Bruno refleja el miedo de la Iglesia a perder el monopolio de la verdad en una época de crisis: Bruno cuestionaba no solo dogmas, sino el derecho de la Iglesia a definir qué era verdad. Su lema «El pensamiento debe ser libre» fue verdaderamente revolucionario en una sociedad donde la herejía se equiparaba con la traición.
Tras la Reforma protestante la Iglesia católica endureció su posición. Las ideas de Bruno -mezcla de misticismo, ciencia y escepticismo- eran vistas como una 'peste intelectual' que podía dividir aún más a los fieles.
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Bruno no fue un científico moderno -sus métodos eran más filosóficos que experimentales-, pero su ejecución marcó un punto de inflexión. Desde el siglo XVIII, ilustrados y laicistas lo reivindicaron como mártir contra la intolerancia religiosa. Aunque sus teorías no se basaban en evidencia empírica, intuiciones como los múltiples mundos influyeron en Kepler y otros astrónomos. Descanse en paz.
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