
CrónicaCrónica de la gran gesta americana
El 20 de julio de 1969 tres hombres heroicos mantuvieron al mundo entero en vilo
La «aventura espacial» que culminó el 20 de julio de 1969 al poner pie en la Luna Neil Armstrong llevaba en marcha una docena de años y fue producto de la «guerra fría», la contienda que la Unión Soviética y Estados Unidos libraban en todos los ámbitos menos en el militar, por fortuna, pues hubiera significado una hecatombe, dados los megatones en sus silos nucleares.
Yo me encontraba por aquel entonces en uno de los focos de la misma, Berlín, «una isla en el mar rojo», la llamaban, aunque su definición exacta era «el escaparate occidental en el mundo comunista». Las luces, los colores, los almacenes llenos de artículos de consumo, el tráfico abundante, edificios modernos y el atuendo de la gente se convertían, nada más cruzar la Puerta de Brandeburgo, que podía hacerse sin problemas, en un escenario de ruinas, apenas coches, escasas tiendas y caras largas. Más contraste, imposible.
De ahí la sorpresa cuando el 4 de octubre de 1957, la radio y televisión de Berlín Este nos anunciaron a bombo y platillo que un Sputnik soviético había puesto en órbita el primer satélite artificial. No nos habíamos repuesto del susto cuando el 3 de noviembre un Sputnik 2 puso en órbita otro satélite con una perra a bordo, Laika, el primer ser vivo en el espacio. Y no les digo nada cuando el 12 de abril de 1961 nos anunciaron que el teniente coronel Juri Gagarin había hecho el primer vuelo espacial en el Vostock 1. Ya no había duda, el Oeste podía dominar la Tierra, pero los rusos dominaban el espacio.

Gobernaba en Estados Unidos un viejo general, Eisenhower, harto de ver muertos en los campos de batalla y más preocupado de lo que ocurría aquí abajo que, en el cielo y hubo que esperar a que su sucesor, John F. Kennedy, incorporase a su «nueva frontera» la conquista del espacio, al anunciar que un norteamericano «pisará la Luna antes de terminar la década». La poderosa máquina industrial norteamericana se puso a ello, Wernert von Braun, que había ideado las bombas volantes que asoladon Londres durante la guerra, recibió un encargo mucho más audaz y los resultados empiezan pronto a notarse, con el primer norteamericano, Alan Shepher, en el espacio, en 1962 y, un año más tarde, John Gleen ya en órbita terrestre. El programa Apolo, «hombre en la Luna», con un presupuesto de 25.000 millones de dólares, estaba en marcha con tanta potencia como precisión. Se hará en etapas, según la NASA nos va informando (yo estaba ya en Estados Unidos). Para vencer la gravedad de la Tierra se diseña un gigantesco cohete Saturno 5 (corrió que los cálculos estaban copiados del obús de Julio Verne en su «De la Tierra a la Luna» pero nunca pude comprobarlo), que iría soltando partes impulsoras hasta situarlo fuera de la gravedad. Luego sería mucho más sencillo al no encontrar resistencia. Pero también la llegada al destino se haría por partes para que la vuelta no necesitase tanta energía: al acercarse al destino, la Capsula de Mando y Servicio, (CSM) se quedaría en órbita lunar, mientras el Módulo Lunar (LM) que lleva adosado, descendería a la superficie del satélite, para regresar al CSM una vez terminada su misión. Todo muy simple y muy complejo al mismo tiempo, pues estábamos hablando de condiciones conocidas teóricamente, pero inhóspitas a la naturaleza humana, y el menor error podía llevar a la catástrofe, como la NASA nos informaba.
Pasaron años hasta que el Proyecto Apolo estuvo listo para salir. Años de pruebas de equipo y de personas, de rectificaciones y de entrenamientos, pero sobre todo de cambios. El Presidente Kennedy, como su hermano Robert, habían sido asesinados, lo de Vietnam iba mucho peor de lo que nadie había imaginado y, para agravar las cosas, la Revolución Cultural, con sus distintos capítulos de choque de razas, sexos y valores, con marchas de todo tipo reivindicando derechos de las minorías, estaba poniendo todo patas arriba. Sólo desde Houston, centro operativo de la NASA, y de Cabo Cañaveral, rebautizado como Cabo Kennedy, su plataforma de lanzamiento, llegaban buenas noticias. Aunque nadie las tenía todas consigo.
Puede imaginarse la alegría que significó en la opinión pública el anuncio, cuando, ya próximo el fin de la década, se anunció que el Apolo 11 estaba listo para partir, cumpliendo los plazos de la misión y sus tripulantes. Serían Neil Armstrong y Buzz Aldrin quienes en el Módulo Lunar, apodado Eagle (águila, por figurar en el escudo norteamericano), descenderían al satélite, mientras Michael Collins permanecía en el Módulo de Mando y Servicio, bautizado como Columbus en honor al descubridor de América, en órbita lunar esperándoles. Habían hecho cientos, puede que miles, de veces los movimientos prescritos a lo largo de la misión, como se habían chequeado todos los instrumentos. También permanecieron en cuarentena previa hasta cerciorarse que no llevaban ningún germen patógeno. Los rusos intentaron amargar la fiesta enviando una cápsula no tripulada a la Luna, pero solo hicieron aún más evidente su incapacidad de colocar hombres en ella. Fue el triunfo de la sofisticación técnica norteamericana, concretamente de la informática entonces en pañales, sobre la simple potencia soviética. Aunque bastantes años después nos enteramos de que la informática del Apolo 11 era inferior a la de cualquiera de los primeros ordenadores y no digamos de los móviles actuales. Aunque la inyección de optimismo que representó para los norteamericanos fue enorme, con razón, pues llevaban años recibiendo sólo malas noticias.

El día señalado era el 16 de julio de 1969 y todos los norteamericanos se apresuraron a prepararse debidamente para celebrarlo como se merecía. No había visto tal cantidad de entusiasmo, expectativas, ansiedades en un pueblo al mismo tiempo tan unido y diverso como el norteamericano ante el acontecimiento, que merecía, esta vez con justicia el calificativo de histórico. Desde las grandes ciudades hasta los pueblecitos perdidos en el Middle West todo el mundo, no importaba la raza, color, edad, sexo, nivel social y filiación política, se disponía a participar en el evento. Iba a ser como un 4 de Julio, la Fiesta Nacional, a la décima potencia y se organizaron todo tipo de eventos para participar, pues se transmitiría naturalmente live por TV. En escuelas, clubs, asociaciones, ayuntamientos, plazas públicas, pisos y casas de veraneo, con barbacoa incluida, para que los amigos gozaran de las hamburguesas y salchichas del anfitrión. Hubo quien pospuso viajes y citas importantes, como quien eligió el día para casarse, eso sí, cuidando que no coincidiese con la hora del disparo. En una palabra: la euforia era general y nadie quería perdérselo. Personalmente, pese a tener distintas ofertas, elegí el Centro de Corresponsales Extranjeros frente a la ONU por dos razones importantes: porque llevado por el Departamento de Estado, sabía que cualquier duda sobre el discurrir de los acontecimientos, tendría a mano expertos que me la explicasen y por disponer de telex, nuestro medio de comunicación para enviar mis crónicas.
Las dunas de Jones Beach
La verdad es que todo transcurrió con tal normalidad que restó dramatismo a la cosa. A las 13 horas 32 minutos del 16 de julio de 1969, el gigantesco Saturno 5 despegó rugiendo de Cabo Kennedy, con Armstrong, Aldrin y Collins a bordo camino de la Luna hasta alcanzar los 40.000 kms. por hora para vencer la gravedad terrestre, para irse desprendiendo gradualmente de sus cohetes, impulsados por oxígeno e hidrógeno líquidos. Ya en el espacio libre, corrigen el rumbo y se disponen a recorrer los casi 400.000 kilómetros hasta la Luna. Un día más tarde vuelven a corregir el rumbo al estar a mitad de la travesía y la velocidad se ha reducido a 5.800 km/h. Todo ha ido con una normalidad de casi rutina y en el Centro de Corresponsales nos reciben con «No news, good news». El 19 de julio, Houston anuncia que el Apolo 11 ha entrado en el campo de gravitación lunar y comienzan los preparativos para el gran salto, lo que renueva la emoción, aunque ya más confiados todos. Armtrong y Aldrin se meten en el Eagle (ML), en el que descenderán, mientras Collins les espera en órbita en el Columbus (CSM).
Los cohetes de frenada suavizan la caída, se esquiva un cráter inesperado y a las 21.17 del 20 de julio de 1969 el Eagle se posa lentamente en el Mar de la Tranquilidad. Tras comprobar que todo funciona, Armstrong abre la compuerta y baja la escalerilla para pronunciar la famosa frase «Un pequeño paso para el hombre, un gran salto para la humanidad». Le seguirá su compañero Aldrin, para dar el primer paseo de dos horas hasta un montículo cercano, volver al LM y dormir cuatro. Van a estar en la Luna 21 h, 36m y 20s, en las que recogen 21,55kg de muestras, plantan una bandera norteamericana, instalan instrumentos para detectar seísmos, un laser, una caja de recuerdos y mantienen una conversación telefónica con el presidente Nixon. Debo advertir que, al margen de la excitación que producía todo, creí notar cierto desencanto, resumido en la frase de un corresponsal holandés contemplando los torpones pasos de los astronautas por la superficie lunar: «Es como las dunas de Jones Beach» (la mayor playa de Long Island). Todos reímos. Sabíamos que no iban a encontrar dragones ni seres monstruosos, que no habría oro o plata. Pero algo de más dramatismo hubiera venido bien a nuestros despachos.

Una vez completado el programa, ambos astronautas vuelven a la cápsula para dar el salto hacia el Columbus que les espera en una órbita de aparcamiento a 215 km, abandonando las patas y el chasis del LM. El apareamiento de ambas naves, aunque trabajoso, no crea problemas, como el satélite no tripulado soviético, muy lejos. Tampoco el transbordo de ambos astronautas al CSM, ensayado mil veces. Es el momento de desprenderse del Eagle y emprender el viaje de regreso, también sin incidentes, aunque los verdaderos problemas podían llegar al entrar en nuestra atmósfera, cuando el rozamiento hace subir la temperatura exterior de la capsula a 3.000 grados. Pero los aguanta. Otra cosa es el tiempo. Reina temporal en el punto previsto para el amerizaje en el Océano Pacífico, por lo que hay que elegir otro. Tampoco es un problema mayor, y tiene lugar a las 16h 50m 35s, siendo recogidos por un helicóptero del portaviones Hornet. Era el 24 de julio de 1969. La misión había durado un total de 195 horas, 18 minutos y 35 segundos. Desde el Centro de Corresponsales Extranjeros en que nos encontramos, escuchamos en la calle los primeros cohetes de lo que iba a ser una larga celebración. A mí se me ocurrió que no sería mala idea irse a Jones Beach, bastante más amigable que La Luna, tras verla. Pero había que escribir la crónica.