Proclamación Felipe VI
Temor e incertidumbre en 1975, alegría y esperanza en 2014
Un juramento más triste que solemne para Don Juan Carlos; un día alegre en la historia de España para Don Felipe
Hacía mucho frío aquel 22 de noviembre de 1975, sábado, pero la gente de una España que seguía siendo en blanco y negro pese a que empezaban a venderse televisores en color se echó a la calle para apiñarse en los dos lugares estratégicos de Madrid que servían de escenario de un doble cambio histórico que se preveía incierto. Muchos miles hacían cola frente al Palacio de Oriente para desfilar ante el cadáver de Franco allí expuesto; otros llenaban las calles por las que los Reyes pasearon en coche descubierto después de que Don Juan Carlos jurara su cargo.
El luto oficial se había levantado durante unas horas para permitir la proclamación del Rey, lo que la Reina aprovechó para lucir un vestido largo color fucsia que luego tapó con un abrigo negro para acompañar a su esposo a su primer acto oficial: el de rezar ante el féretro del anterior Jefe del Estado, que iba a ser enterrado al día siguiente.
En el Congreso el ambiente era de expectación y de temor, todo ello envuelto en una atmósfera lúgubre. En el palco de invitados destacaban la familia Franco al completo, Imelda Marcos y Pinochet. Solo el vicepresidente norteamericano, Nelson Rockefeller, representaba al mundo en el que los españoles nos queríamos integrar.
Fue valiente en proclamarse Rey de todos los españolesEl escenario estaba abarrotado por personajes de los entonces poderes fácticos, militares y obispos mayormente, entre ellos tres niños vestidos de terciopelo oscuro, el Príncipe y las Infantas, a los que nadie tuvo en cuenta ni mencionó. Como tanta gente a su alrededor, parecían asustados.
La incertidumbre que provocaba el primer discurso de Don Juan Carlos, tras su jura, ni siquiera se despejó totalmente al concluir sus palabras. Fue valiente en proclamarse Rey de todos los españoles y apelar a la concordia nacional, pero aquello aparecía insufiente para quienes urgían una rápida instauración de la democracia, y peligroso para los que confiaban en que Franco lo hubiera dejado todo atado y bien atado para impedir semejante cambio.
Cierto es que los procuradores en Cortes le interrumpieron cinco veces para aplaudir, aunque la mayor ovación la reservaron para el momento de concluir el acto, cuando el presidente de la Cámara gritó «¡Viva Franco!» y todos los presentes se pusieron en pie para aclamar a sus descendientes. Por otra parte, hay que reconocer que el miedo de los procuradores resultó premonitorio: un año y medio después solo dos de ellos conservaban escaño como miembros de las primeras Cortes democráticas.
No sabemos los recuerdos que Felipe VI guarda de aquella jornada, de la que solo se repitieron este jueves el escenario instalado en el lugar habitual de la tribuna del Congreso, el cetro y la corona sobre el cojín rojo y dorado, el atril sobre el que apoyar los folios del discurso y el Rolls en el que pasear después por las calles de Madrid. Además de él mismo, por supuesto.
Ni siquiera los discursos de padre e hijo aguantan una comparación, en una primera lectura, cada uno de ellos reflejo de la España en que uno y otro comenzaron a reinar. Leídos una segunda vez, tienen dos puntos importantes en común. Uno, el llamamiento a la unidad de la Nación. Don Juan Carlos I habló de «el esfuerzo común y la voluntad colectiva de todos los españoles; Felipe VI, de su «fe en la unidad de España», aun reconociendo que «unidad no es uniformidad». Dos, el servicio de la Corona a los españoles, expresado de forma casi idéntica por ambos.
Fue un día de fiesta. De fiesta de la democracia.Todo lo demás, sobre todo el ambiente, era distinto. El día de ayer resultó un jueves del Corpus muy caluroso, en el que todo el aire que rodeó a los actos de esa jornada resultó festivo. Los diputados se entretuvieron haciéndose «selfies» y gastándose bromas a la espera de que comenzara el acto del Congreso; Rey, Reina e Infantas sonrieron todo el rato, ellas vestidas de alegres tonos pastel; dos mil representantes de la sociedad española actual desfilaron por los salones del Palacio Real contiguos al que, en una ocasión constitucionalmente similar, se velaba el cadáver del dictador de quien ya casi nadie se acuerda. Fue un día de fiesta. De fiesta de la democracia.
Pregunté a un periodista amigo, con el que hace 39 años compartí tribuna del Congreso, y ayer volví a coincidir con su opinión sobre las diferencias entre los dos acontecimientos. Me reafirmó en mi opinión: la alegría de la segunda proclamación de un Rey en democracia tiene su raíz en lo bien que salió todo lo que vivimos en la primera proclamación, tan triste.
En la España de hoy claro que hay problemas, el nuevo Rey hizo hincapié en todos ellos en su discurso; y contamos también con políticos reacios a aceptar las reglas de juego que fueron fijadas hace cuatro décadas: desde los diputados de izquierdas que se negaron ayer a ocupar sus escaños en el Congreso para el que han sido elegidos democráticamente, a los Urkullu y Mas que no quisieron aplaudir a Felipe VI. Como si ya se hubieran tomado las suficientes molestias por asistir al acto institucional.
Ninguno de esos problemas es, sin embargo, tan grave como la media docena de obstáculos que parecían insalvables aquel 22 de noviembre de 1975 y los españoles fuimos saltando con éxito hasta llegar al 18 de junio de 2014. Me preguntó este jueves mi veterano colega por la diferencia que más me llama la atención de los dos acontecimientos. «Ahora tenemos preocupaciones -le dije-; pero lo que ya no tenemos es miedo».
