«Yo he vuelto del Gulag»: el terrible testimonio de un superviviente
Dimitri Panine recordó en «Blanco y Negro» algunos episodios de los 15 años que pasó en los campos de trabajos forzados soviéticos

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Dimitri Panine sirvió como modelo a Aleksandr Solzhenitsyn para el personaje de Solohdine, uno de los héroes de su libro «El primer Círculo». Detenido en 1940 por hacer declaraciones en contra de Stalin, este ruso pasó quince años en los campos de trabajo soviéticos. Quince largos años en los que su férrea voluntad le permitió sobrevivir en el campo de Viatka al terrible invierno de 1940-41, en el que murieron más de siete millones de prisioneros del régimen soviético.
Después fue deportado por sabotaje al campo de Ekisbastouze, en Siberia, y al campo «de la muerte» de Spassk, hasta que fue liberado en 1955. Exiliado desde 1972, publicó tres años después un libro en francés, «Les carnets de Solodgine», en el que describió su combate contra «una muerte inevitable en unas barracas de condenados a muerte».
Ése mismo año de 1975, Panine recordó en «Blanco y Negro» algunos episodios de su cautiverio:
«Hoy quisiera contar algunos recuerdos -dijo- que se remontan al año 1941-42 y explicar la experiencia que saqué de ellos. Aquel año fue realmente el más terrible para nosotros. La Unión Soviética eliminó entonces a más de site millones de prisioneros. Nuestro campo, el campo de Viatka, estaba situado al norte del país. Allí vivían 35.000 prisioneros. Y puede asegurarse que todos murieron en pocos meses. Pero, como constantemente llegaban nuevos prisioneros, el campo siempre estaba lleno. Cada hornada nos traía unos 200 hombres. Al cabo de un año solo quedaban dos o tres. Era algo terrible.
Dos o tres semanas de trabajo en el bosque -donde se serraba madera- bastaban para terminar con un hombre. Los prisioneros estaban agotados por un largo cautiverio y también por el horrible viaje en vagones de ganado, sin calefacción; a la llegada de cada tren se apilaban los cadáveres helados. Al día siguiente, todos los que podían tenerse en pie iban a los talleres, recorriendo entre ocho y diez kilómetros por los bosques, sin otra ropa que la escasa de los prisioneros. El invierno era excesivamente frío hasta para Rusia: 35 grados bajo cero era la temperatura más cálida, pero la media llegaba a 45 grados y en dos ocasiones alcanzó los 54 grados. Había que trabajar en esas condiciones todos los días, incluso el domingo.
La cantidad de madera que cada prisionero debía cortar, si quería tener derecho a un poco de alimento, habría sido inalcanzable incluso para un hombre que gozara de buena salud. Cuando un prisionero caía agotado se le arrojaba en una barraca, llamada "la barraca de los moribundos", allí moría de hambre. En esas condiciones, los que eran enviados al bosque jamás volvían. Yo tuve la suerte de no ir, por eso vivo aún. Gracias a mi calidad de ingeniero, y a que solo estaba condenado a cinco años, recibí un trato menos riguroso: fui destinado a un pequeño taller de reparaciones mecánicas.
Pero los sufrimientos de los demás eran terribles. (...) La vida era horrible. Tan horrible que algunos no dudaban en cortarse la mano con el hacha. Vi cantidad de hombres mutilados de esa forma; debo añadir que, después de todo, la idea no era mala. Porque, después de la guerra, volví a ver a algunos que no se hubieran salvado sin ese recurso. Otros muchos murieron, por supuesto. Primero, porque las autoridades les hacían la guera, ya que la automutilación se había convertido en una verdadera epidemia. Se los juzgaba y condenaba como saboteadores; a menudo se los fusilaba.
(...) Para nosotros, los políticos, no había ninguna esperanza de salir de la prisión antes de purgar nuestra pena. El caso de los delincuentes comunes era diferente, podían obtener su liberación, por ejemplo, por motivos de salud. Bastaba con que un médico redactara un parte que dijera: "X está demasiado agotado para seguir en el campo". Así los presos por delitos comunes trataban de convertirse en cadáveres vivientes con la esperanza de ser liberados y entregaban su pan a cambio de tabaco. Pero puedo decir que a la mayoría de esos hombres también les vi morir.
Un baile de vida o muerte
Quisiera hablar de un hombre asombroso, cuyo recuerdo acaba de acudir a mi mente. Se llamaba Feiguine. Había nacido en Odessa y los odessitas son conocidos en Rusia por su temperamento especial, muy meridional. Además, era "clow" de profesión. (..) Un día se produjo un accidente: uno de nuestros motores Diesel se incendió. Se necesitaba un responsable, y fue Feiguine. Fue sentenciado a seis meses en un campo de castigo. ¡Una condena a muerte! Pero se acercaba el día de Año Nuevo. Estaba previsto que el "clown" Feiguine diera una representación y por eso le dieron permiso. Dése cuenta de la situación de Feiguine. Sabía que debía hacer el máximo esfuerzo en esta representación, que era su última oportunidad para salvar la vida.
Puede imaginarse con qué fascinación extraordinaria, con qué atención apasionada, asistimos a su representación. Tenía que bailar. Para nosotros era la danza al borde de la tumba: una danza macabra en el sentido más fuerte del término. Fue algo magnífico (...) Pero lo más terrible, lo más asombroso, era el contraste entre sus gestos cómicos y sus ojos. En sus ojos se veía la muerte. Era un grito de súplica insostenible. Un payaso... con semejantes ojos. No comprendo cómo pude olvidar de contar esta escena en mi libro. Es la primera vez que la cuento.
En resumen, Feiguine dio toda la medida de sus fuerzas, todo su arte en esta danza. Y los guardias le otorgaron su perdón. Después le perdí de vista; pero, desenvuelto como era, estoy seguro que logró salir adelante.
Por contraste, eso me recuerda algo que se refiere a otra época. La guerra había terminado, nos encontrábamos en el campo que describe Solzhenitsyn en «Un día de Iván Denisovich». Entre nuestros compañeros había un hombre pequeño, de cabellos muy negros y tez oscura, que había nacido en un pueblecito de Siberia meridional. Había sido detenido en 1945. Detenido por su fe. Profundamente cristiano, había participado en su pueblo en las actividades de una iglesia clandestina. Los creyentes son peligrosos criminales para el régimen. Era un simple campesino, sin ninguna calificación profesional. Solo podía hacer los trabajos más duros. En las condiciones del campo, eso tendría que haberlo llevado a la muerte. Sin embargo, estaba vivo, tenía buena salud y hasta alegría. Siempre dispuesto a discutir con nosotros sobre su fe, yo sentía un gran placer en hablar a menudo con él.
Comprende ahora por qué quise hablarle de este terrible año de 1941-42. Los otros también fueron duros, pero fue entonces cuando se produjo la mayor concentración de miserias y sufrimientos. Mi relato puede tener un cierto interés histórico porque quedaron muy pocos sobrevivientes para contar todo aquello...
(...) Fíjese, viví dieciséis años en esas condiciones. El escorbuto, esa enfermedad que mató cantidades de prisioneros, me atacó varias veces. (...) El mejor medio para enfrentar esa enfermedad es permanecer activo. Hay que estar en movimiento, no abandonarse. Muchos de mis compañeros se acostaban, no querían moverse, y pronto se encontraban cubiertos de llagas, con los pies violetas , casi azules... y era el fin.
Más tarde, en 1944, cuando tuve una enfermedad que pudo ser mortal, esa lección me sirvió. Estaba condenado, me habían metido en la barraca de los moribundos, y, sin embargo, mi voluntad y mi optimismo no decayeron ni un instante. Si por un momento me hubiera creído perdido, habría muerto. Es necesario que la línea del valor y de la fe sea ininterrumpida.
La historia de Andersen
Desearía terminar con otro recuerdo que nunca he contado. Mucho después de Viatka, y cuando ya era compañero de Solzhenitsyn, una noche, la puerta de nuestra celda se abrió. (...) Entró un hombre de aspecto arrogante, alto, con magníficos cabellos rubios, un verdadero vikingo. Llevaba un uniforme militar extranjero. Permaneció algunos días con nosotros antes de desaparecer como había llegado... quizá lo pusieron en nuestra celda por error.
Nos contó una historia muy extraña. Oficial del Ejército sueco, fue raptado en 1947, cuando se encontraba en Berlín Este, adonde lo había atraído una cantante. Lo llevaron a Moscú y allí fue instalado, bajo custodia, en una "dacha" confortable. Un prisionero de lujo. Algunos hombres fueron a verle para discutir juntos sobre las teorías del marxismo. Y, finalmente, le propusieron lo siguiente: era conocido por una cierta simpatía por la Unión Soviética, simpatía que manifestó públicamente en algunos artículos de revistas después de la guerra. Tenía un nombre célebre y pertenecía a una familia rica y noble. La Unión Soviética lo necesitaba. Tenía que decidirse claramente por el marxios, condenar el capitalismo occidental, y así lograría hacer una brillante carrera en el Estado Mayor soviético.
Pero el prisionero se negó con una firmeza admirable. Los dirigentes soviéticos más importantes, exceptuando a Stalin, vinieron a discutir con él. En vano. No quiso traicionar. Entonces fue condenado a veinte años de relegación...
Nos dijo que se llamaba Andersen y se quedó muy poco tiempo con nosotros, después lo perdimos de vista. Volví a encontrar antes de dejar la Unión Soviética, en 1970, a un amigo que lo había visto en 1957: en esa época seguía vivo, prisionero y firme en su posición.
La búsqueda
Esta historia estimuló mi interés. Al llegar a Occidente, a Roma, me interesé por Andersen y me puse en contacto con el embajador sueco. Este me prometió hacer investigaciones, pero no obtuvo ningún resultado. En diciembre pasado tuve la oportunidad de visitar Estocolmo. Volví a reanudar la búsqueda. Pero en vano. Ningún oficial sueco había sido dado por desaparecido, me respondieron en la época que calculábamos. Además, me hicieron observar, ¿cómo podían encontrarse datos sobre un Andersen cuando ése es el nombre más difundido en Suecia? Era como buscar a un Dupont en Francia.
Sin embargo, ¡no miento! Por otra parte, pude leer el manuscrito del " Archipiélago Gulag " antes de abandonar Moscú y sé que Solzhenitsyn cuenta la misma historia en su libro. Entonces se me ha ocurrido una explicación: si no hay huellas de ese Andersen, es porque nuestro amigo no se llamaba verdaderamente Andersen. Aunque se mostró con nosotros muy franco, sin duda tenía razones graves, un chantaje quizá, para no revelarnos su verdadero nombre y, quizá, su verdadera nacionalidad. Después de todo, quizá era danés o hasta inglés. Pero no miento...
Al volver a París recibí el "Archipiélago Gulag" que finalmente ha sido publicado en ruso. De inmediato busqué el párrafo relativo a Andersen y, ¿qué cree que sucedió? Una nota, que Solzhenitsyn añadió y que yo no conocía: en ella explica que también él realizó una investigación para saber quién era Andersen, y también él llegó a la conclusión de que nuestro amigo seguramente nos había ocultado su verdadero nombre».